Hace apenas un par de años, con una ironía bastante evidente, Justin Bieber lanzaba una pregunta en Instagram que rodaba hasta los pies de sus fans para hacerlos reflexionar. “¿Os habéis percatado de cómo acaban las vidas de muchos niños prodigio?” Ni que decir tiene que estas palabras esconden un ligero desagravio y una reflexión interesante de fondo. ¿Qué pasa con el mundo del espectáculo, tan acostumbrado a triturar a niños prodigio para convertirlos en juguetes rotos? ¿Hay esperanza para quienes se beben un gran caldero de fama súbita hasta empacharse, darse a las drogas y destrozar habitaciones de hotel?
Bieber es un ejemplo perfecto: la megaestrella que asciende rápido y sin tropezar a los cielos y acaba cayendo por un agujero barnizado de culpa, traumas y una mala digestión de la fama, hasta el punto de haber sufrido depresiones recurrentes durante buena parte de su adolescencia. Con 27 años recién cumplidos, el cantante ha encontrado por fin la paz espiritual junto a la responsable de buena parte de ese cambio: Hailey Baldwin.
Esta ha sido, en resumidas cuentas, la evolución del cantante.
Con 13 años, en 2007, Bieber subió su primer cover a Youtube y se encontró con la lámpara maravillosa. Solo tenía que frotarla un poco para que un destino de fama, fortuna, mansiones y acólitas creyentes con los ojos en blanco coreara su nombre. Resulta que cierto talento y una melena rubia era el cóctel perfecto para una época en la que Internet podía elevar a la categoría de mitos a adolescentes como él.
Cuando Youtube estaba todavía en pañales, el cantante había aprendido de forma audotidacta a tocar la batería, la trompeta y el piano, además de la guitarra, con la que se le puede ver en sus primeros videos en Youtube, hoy ya piezas de museo de la historia de la música pop. En 2008, el canal ya acumulaba covers suyos de artistas como Chris Brown, Stevie Wonder o Justin Timberlake, en cierto sentido, un padre espiritual; otro niño guapo del pop que surfea bien la que le ha tocado.
Bieber lo tenía todo para convertirse en el niño bonito de la industria y de las fans; una auténtica máquina de generar millones. Es además uno de los primeros casos de fichaje de estrellas a la inversa, el que va de una pequeña red social de videos al contrato de una productora. Con 14 años cae en las manos de Scooter Brown, que se convertiría en su primer manager y productor.
¿Cómo lo descubrió? Simplemente navegando por Internet y topándose con uno de sus covers hechos en casa sin más acompañamiento que él mismo, su guitarra y su voz. Tras una serie de batallas legales entre productoras que pujan por él, Bieber firma en 2010 su primer contrato discográfico con Island Records.
Algunos recordarán 2010 como el año en que “Baby”, una canción incluida en su primer disco, reventaba las listas de éxitos y le procuraba un ejército de fans a lo largo y ancho del planeta. Al igual que los Beatles con los beatlemaníacos, no hay muchos cantantes que puedan presumir de haber creado una categoría semántica a su imagen y semejanza. Hablamos de millones de “believers” que convierten su nombre en el más buscado de Google.
Todo obedece a un plan establecido por su manager, sus estilistas y cierta conciencia de estar ante la gallina de los huevos de oro de la industria musical: un cantante demasiado joven como para no dejarse moldear, y millones de fans a punto del desmayo con las carpetas forradas con su cara, eternamente joven, púber y con una melenita rubia.
Aquí empieza la letra pequeña de este aparente paraíso. Las cartas marcadas sobre el tablero daban la vuelta completa tres veces. Las fans, que hasta ahora adoraban a un adolescente modélico, rubio y con una voz traída del mismísimo estómago de los ángeles, se encontraron con varias sorpresitas interesantes: su ficha policial (fue detenido en 2014) y los excesos, a razón de varias noticias semanales en la prensa del corazón. Artículos que podían comenzar perfectamente con “Justin Bieber abandona su mono en la aduana del aeropuerto” (las autoridades supieron que estaba sin vacunar y el cantante dejó al pobre animal a su suerte y nunca volvió a por él); noticias, en suma, que detallaban una lista de excesos cada vez más larga.
El cantante se había ganado fama de niñato dentro la industria; un ‘spoiled brat’ (niño malcriado) que lo mismo podía destrozar una habitación de hotel, orinar en un cubo de fregar frente al mismísimo Clinton o viajar a la Muralla China y obligar a su asistente a cargarle en brazos. Si sumamos su adicción a las drogas y los ansiolíticos, de la que habló hace no mucho, el sabor del cóctel tiraba hacia lo muy amargo.
Llegaba en esta época ‘Under The Mistletoe” (2011) y ‘Purpose’ (2015-2016), ya con un Bieber físicamente cambiado que había mutado de a una entonación más grave, con muchísima más capacidad vocal, y que admitía por primera vez que la cancelación de parte de la gira de Purpose obedecía a un motivo de peso: sufría depresión, y muchos días, no tenía fuerzas para salir de la cama.
En 2019, explicó: “Pasé de ser un chaval de pueblo a alguien a quien todo el mundo le decía que era genial. A quien todo el mundo quería. Y si te lo repiten muchas veces te lo acabas creyendo. No tenía que hacer nada, siempre había alguien dispuesto a hacerlo por mí, así que nunca aprendí el concepto fundamental de la responsabilidad. Tenía millones en el banco, podía hacer lo que me diera la gana y no poseía ninguna habilidad real”
Con 'Faces' y ‘Justice’, su último disco, el cantante pone punto final a esa peregrinación con el desierto con la que ha aprendido a lidiar con sus demonios interiores. El álbum refleja bien este cambio y se centra en su proceso de rehabilitación.