El parón de las economías provocado por las cuarentenas a lo largo del mundo ha supuesto un varapalo para los negocios, pero el confinamiento ha tenido un impacto positivo en el medio ambiente. Las calles están casi desiertas, las carreteras despobladas y el espacio aéreo libre para aves, truenos y esas extrañas luces que, desde que comenzó el estado de alarma, nos acosan cada noche. Los niveles de contaminación han descendido drásticamente.
Menos desplazamientos en automóvil, menos producción y menos consumo que se traducen en postales con cielos más claros y aguas más limpias. Desde China hasta India, pasando por las ciudades españolas, decenas de estudios analizan los efectos secundarios de la crisis sanitaria en el medio ambiente.
Las estaciones de medición del aire en las ciudades han corroborado lo obvio: que nos quedemos en casa reduce la contaminación. En China, el primer país en el que se llevó a cabo esta cuarentena, las emisiones de dióxido de nitrógeno (un indicador industrial, ya que se produce sobre todo por el tráfico y las fábricas) se redujeron drásticamente en las principales ciudades.
En Europa, donde el virus llegó unas semanas después, el efecto es muy parecido, especialmente en los países más afectados por la pandemia. En el norte de Italia el confinamiento también ha mejorado la calidad del aire, según revelan los datos del satélite Sentinel 5P, en los que se puede observar la reducción de la contaminación atmosférica, coincidiendo con el endurecimiento del confinamiento allí. En otras ciudades, como Roma o Nápoles, el descenso no ha sido mucho menor, y en Venecia, los canales han recuperado un poco habitual color azul para que cientos de animales vuelvan a tomarlos, aprovechando la falta de góndolas y turistas.
La capital española tampoco se ha quedado atrás. Los datos que el Sistema de Vigilancia de Calidad del aire del Ayuntamiento de Madrid publica diariamente no dejan espacio para la duda: los distritos de la ciudad han mejorado varios niveles la calidad de su aire, llegando a alcanzar la categoría de “muy bueno”. Por su parte, Barcelona también ha reducido las concentraciones dióxido de nitrógeno, y el skyline de la ciudad condal puede ahora disfrutarse sin las habituales partículas grisáceas alrededor.
Con el paso de los días, las grandes zonas urbanas de España se han ido liberando de los humos: el departamento de Medi Ambient de la Generalitat de Catalunya habla de reducciones de hasta el 80% respecto al periodo anterior a la pandemia, y las autoridades municipales madrileñas informan de reducciones de efecto invernadero con una media del 57%.
Universidades de todo el mundo han lanzado estudios para tratar de averiguar si esta disminución de la contaminación podría tener un efecto también en la difusión del virus y, aunque por ahora no hay conclusiones, Greenpeace sí ha avanzado que la deforestación y destrucción ambiental a la que nos hemos consagrado los últimos años aumenta el riesgo de transmisión de enfermedades. Además, la emisión de gases y los humos de las ciudades provocan enfermedades cardiorespiratorias, siendo los afectados por estas uno de los grupos de mayor riesgo durante esta pandemia.
Según explica la organización, en los últimos 19 años hemos perdido el 9% de los bosques, y la llegada del ser humano a zonas vírgenes pone a las sociedades a disposición de virus y patógenos hasta ahora desconocidos. Esta destrucción de la biosfera lleva a la extinción de especies completas y emite a la atmósfera decenas de gigatoneladas de dióxido de carbono, que no ayudan a frenar la crisis climática.
“Si no asumimos el valor de los servicios que nos ofrecen los ecosistemas, la necesidad de gestionar correctamente los recursos naturales y el hecho de que vivimos en un planeta con límites biofísicos, nos veremos abocados a crisis cada vez más frecuentes y severas, a las que pondremos el adjetivo de sanitarias, climáticas o migratorias, pero que tienen como elemento común un problema sistémico”, expone el portavoz de Greenpeace España, Miguel Ángel Soto.
Desde la organización estiman que el 58% de las enfermedades infecciosas proceden de animales, y que, de estas, más de dos tercios se originan en la fauna silvestre. En los últimos 50 años hemos asistido a un aumento de las enfermedades emergentes como consecuencia de la invasión humana del hábitat, en particular de las regiones tropicales. Además, el hecho de vivir en un mundo globalizado contribuye a la transmisión de estas enfermedades por todo el mundo, como ha ocurrido con el COVID-19.
Por eso es fundamental, ahora más que nunca, la precaución. Está en nuestra mano tomar decisiones y fomentar políticas que eviten la pérdida de vidas humanas: de un lado, con un “buen sistema de salud pública”, argumenta Soto, y del otro, “un medio ambiente saludable”, con recursos naturales bien gestionados, para hacernos más resistentes a estas crisis.