‘Érase una vez, en un país remoto y montañoso, un hombre con una conversación interesante que no enviaba fotopenes sin consentimiento expreso’.
Con estas palabras de esperanza, de ilusión por un mundo mejor y desprovisto de horrendas imágenes, podría comenzar un hermoso cuento de hadas, muy distinto de la realidad: todos esos chats, interacciones digitales, ligoteos en Tinder y paseos por las redes sociales que acaban en un momento sumamente desagradable: la foto no autorizada de un pene se cuela en el teléfono de una mujer, aturde sus sinapsis y las llena de preguntas. ¿Hablo con un ser humano o una criatura apenas evolucionada del mono? ¿Por qué piensa que quiero ver ese petazeta desnutrido que tiene entre las piernas?
Llamemos a las cosas por su nombre y dejémonos por un momento de bromas y juegos lingüísticos. El cyberflashing es un tipo de acoso que ha encontrado formas perversas de transformarse y utilizar la tecnología a su favor. Lleva más de una década entre nosotr_s.
Lo más triste del asunto es que todas las investigaciones al respecto indican que este fenómeno está creciendo a escala global. De acuerdo con los datos que indica el Instituto Británico de Investigaciones de Mercado (YouGov), más de un 50% de las mujeres jóvenes (entre los 18 y los 35) ha recibido una fotopolla (‘Dick Pick’ en inglés), y la cifra no baja mucho con las siguientes franjas de edad: un 35% de mujeres de entre 35 y 54 cuya privacidad ha sido invadida por una foto sexual no consensuada.
Aplicaciones como Snapchat, Facebook Messenger o Whatsapp son las preferidas de estos acosadores, ya que permiten el intercambio de archivos, frente a Tinder o Badoo, que cuentan con sus propios sistemas detección de este tipo de microagresiones e impiden el envío de imágenes.
La ciencia y el sentido común no han encontrado explicación para este misterioso fenómeno, más allá de la inteligencia de ameba engorilada que, podemos suponer, se gasta el hombre que lo perpetra. Si atendemos a algunos experimentos y estudios psicológicos que se han realizado para responder a la pregunta básica (¿Por qué los imbéci… ejem, los hombres hacen este tipo de cosas?), solo podemos conjeturar: interés en la dominación, perversión narcisista, una pizca de patriarcado y un espolvoreo suave de misoginia interiorizada para terminar de rematar el guiso.
La mayoría de las conclusiones sobre por qué un hombre envía este tipo apuntan a lo que se conoce como ‘pensamiento transaccional’, la esperanza de recibir fotos de contenido erótico o sexual de su interlocutora si ellos dan el primer paso.
El psicólogo Raúl Padilla apunta a una posible explicación en un artículo de El País: “Este tipo de hombres crea unas reglas del juego de forma completamente arbitraria, y si su acompañante las acepta jugará a un juego del que probablemente no tenga ningún control, pues las reglas pueden cambiar tan arbitrariamente como se instauraron por parte de alguien para quien no es más que una prolongación de su deseo […] El abuso, cuando se consiente, no suele quedar ahí, ni en este aspecto ni en muchos otros. La situación desequilibrada que provoca el envío de una foto genital hace que quien lleve las riendas sea el abusador, que ha creado un marco en el que la relación se va a desarrollar”.
cyberflashingLa mayoría de expertos inciden en lo fundamental que es poner límites claros al acosador en el momento de recibir la imagen de su ‘papichulo’ no solicitado, pero ya sabemos que obras son amores, y no buenas razones. Esto resulta muy bonito en la teoría y poco realista si no se toman medidas de tipo tecnológico para ponerle puertas al campo (de nabos). ‘Por un mundo sin fotopollas’ es una buena cruzada, y merece la pena protegerse.
Algunas de las cosas que se pueden hacer son: