Ya lo debió de decir Lovecraft en alguna de sus comidas familiares, para espanto de su madre castradora. “La emoción más antigua de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más fuerte tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”. Entónese imaginando que el niño no quiere tomar postre y trata de buscar una distracción.
La frase proviene, en realidad, de uno de los pocos ensayos que escribió el máximo sacerdote del terror, ‘El horror cósmico en la literatura’, y sintetiza el tropo espiritual más gozoso que tenemos los humanos para sufrir sin estar en peligro: el pavor a lo insondable, a eso que no se ve, a la amenaza desconocida. Sentir el aliento del zombie en la nuca; estremecernos cuando la niña del exorcista recita en arameo que quiere repetir segundo plato.
La electricidad en el cogote, el alarido ante la sospecha, el temblor pálido de la imaginación. No solo sabemos cómo tener miedo (es una reacción fisiológica), sino que muchas veces lo buscamos en las películas de forma atávica, como quien busca consumir una droga sin efectos secundarios.
Como se sabe por la ciencia, el núcleo del miedo es la reacción fisiológica ante la amenaza, incluso si es una controlada. Esta crispación muscular, tensión en el cuerpo y preparación para el peligro (de muerte) es una manera de mantenernos con vida con mucho menos recorrido en nuestra vida urbanita que, pongamos, en los tiempos de las cavernas, con los humanos primitivos escapando a la carrera de sus depredadores y poniendo a salvo a la tribu.
La clave está en el cerebro reptiliano y cómo, junto con el sistema límbico y la amígdala, regula nuestras reacciones corporales, despierta el hipotálamo y glándula adrenal. Desde ahí, la epinefrina vuela (un neurotransmisor) y se produce el cortisol, justamente lo que energiza nuestro cuerpo para escapar del peligro.
Tanto buscan algunos mearse encima mientras contemplan a sus horrores favoritos insinuarse fuera de plano que ya hay muchos experimentos en torno a la división entre la reacción fisiológica negativa y la positiva de los espectadores en las películas de miedo. En 2007, la revista Journal of Consumer Research publicó los resultados de un experimento que dividía a los sujetos de estudio entre los que manifestaban la felicidad que les producía ver ciertos videos terroríficos y los que no podían aguantarlos o los rechazaban. ¿Adivinas quiénes eran los que pedían repetir plato, desmembramiento, amenaza, asesinato, monstruo? Efectivamente, los que consumían cine de terror habitualmente y se declaraban amantes del género.
De hecho, según el psicólogo Glen Walters, las películas de terror que nos producen placer priorizan tres elementos clave. La pericia técnica para producir tensión por un mecanismo de identificación del espectador con los sucesos terroríficos (algo así como una transferencia o contagio), la fuente del miedo, que nos hace proyectarnos culturalmente en lo que vemos y remueve la parte instintiva de nuestras creencias; y la parte irreal de lo que vemos, que el cerebro toma como red de seguridad. Ya ha procesado la información fundamental (estás a salvo) y su reverso, aquello que te estremece (la escena de terror), y por eso te manda esa información en forma de escalofrío gustoso. Lo que pagas, el miedo, es una forma de recompensa.
La búsqueda del miedo simulado que nos regala el cine de terror revela que este placer que sentimos muchos es parecido al de otras experiencias estéticas, como escuchar cierto tipo de música o mirar un cuadro de Francis Bacon. Las sustancias que se ponen en juego (dopamina, endorfina y adrenalina) son las mismas que te suben por el estómago con la mejor escena de amor o la escena de acción más frenética. El cerebro no distingue.
Si regresamos al experimento de Journal of Consumer, el terror que experimentaron los espectadores que se sometieron al estudio no es exactamente el mismo que el miedo a morir y la reacción fisiológica que se desencadena cuando presentimos la amenaza. Pero tiene sentido que, ante el reconocimiento cultural de lo terrorífico en las películas, en combinación con la sensación de seguridad que nos produce sabernos a salvo, nuestro cerebro ponga en marcha áreas específicas: la que regula la información que recibimos de la imagen (córtex visual), la de nuestra propia conciencia de un yo (córtex insular), y la de la atención y la resolución de problemas (córtex prefrontal).
Sangre con gusto no pica, diría el dicho, modificado.