Toda infancia se vale de la imaginación y de las manos para construir aparatos imposibles que nos permitan escapar unos segundos por las grietas de lo real. Nuestro refugio está en todas partes. Lo acechamos por el rabillo del ojo: un castillo de chapas, una fortificación con ramas que hace las veces de palacio y guarida de constrabandistas. Hasta un cohete de la NASA fabricado con cartulina es capaz de petardear y ascender por cielos imposibles que solo nuestros ojos son capaces de imaginar. Hemos sido niños. A esa libertad de lo que no existe le profesábamos la fe.
Lo feliz del asunto es que algunos nunca pierden el poder de su inventiva y siguen soñando hasta la adolescencia con construir criaturas imposibles y aladas. Bien por ellos. Eso es lo que se premió en un concurso de aviones de papel gigantescos celebrado en Tucson, Arizona, en 2012. Récord para esta obra de ingeniería papirofléxica de la que hoy te hablamos.
Ocurrió en 2012, hace ya un tiempo. El Museo Pima del Aire y el Espacio decide organizar una competición de aviones de papel para ver quién es el guapo que rompe los límites de lo posible. ¿El objetivo? Tratar de interesar a los jóvenes por la aviación y, de paso, crear vínculos entre la comunidad.
Claro que sí. Todos hemos hecho aviones de papel para matar el aburrimiento pegajoso de una tarde de verano. Pero una cosa es estar entretenido como un gato con una cartulina y fabricar avioncitos de papel que luego vas regalando a tus amigos, o tirarlos para que se enreden en la melena de la persona que te gusta en el colegio, a la espera de que lo abra y descubra entre las alas un mensaje vital para vuestra supervivencia (‘casémonos, esto que tienes entre las manos es el preludio a mi carrera de ingeniero aeroespacial’); otro asunto muy distinto es ponerse a inventar el diseño de un avión de papel más grande que un tiranosaurio.
Cualquiera pensaría que dar con la tecla y presentar un diseño rompedor sería cosa de adultos funcionales con hipoteca, hijos y suficiente tiempo libre para ignorarlos y encerrarse en el garaje, pero el premio del concurso de aviones de papel innovadores (y bastante tochos) se lo llevó un chaval de doce años, Arturo Montenegro, un chaval (solitario, suponemos) aficionado al origami que dio con el mejor diseño y convenció al jurado. Su premio fue, por supuesto, ayudar a construir su propio avión, tarea bastante más complicada de lo que parece. De esto se encargó una agencia especializada en diseño
Para la construcción decidieron utilizar una estructura rígida valiéndose del papel corrugado. La mole pesó más de 350 kilos. Un auténtico obús con casi catorce metros de largo y siete de ancho para cada ala. A la mole había que ponerle un nombre adecuado para el desierto de Sonora, el lugar donde fue lanzado. ‘Águila del desierto’ fue el elegido.
El avión voló, vaya que si voló. Lo cargaron hacia las alturas con un helicóptero. Soltaron la bestia a 800 metros de altura.
Descendió con cierta majestuosidad y se estrelló entre los gritos de alegría de sus ingenieros y del niño que lo había creado desde cero.
Y si de volar pájaros papeleros llenos de dobleces y recovecos se trata, la hazaña Arturo Montenegro no es la única en esta guerra a la búsqueda del límite. De hecho, el récord Guinness al avión más grande del mundo se lo merendaron en 2018 los ciudadanos de Fitchburg (Massachusetts) con una gigantesca mole sujetada con grúas. Esa ‘cosa’ era grande, muy grande. Midió 19 metros y pesó unos 680 kilos. No es una empresa menor: los que lo diseñaron tardaron más de tres años con el diseño y la planificación para construirlo. Lidiaron con una hazaña anterior. El récord en aviones de papel grandecitos lo tenía Alemania.
En los videos de la mole se puede apreciar cómo lo fabricaron: la estructura parece construida en cartón rígido, y lejos de tener una decoración sosa, la verdad es que da gusto mirarlo. Es un avión, pero el arte cubre sus ‘partes pudendas’ (lomo, alas y cola) Está decorado con fotografías, collages, ilustraciones, trozos de cartulina dispuestos en distintos mosaicos.