A lo mejor te has llevado algún que otra dentellada cuando le has levantado la pata a tu perro para buscar su huella dactilar. Lógicamente, tu bicho más querido te mira de esa forma compasiva, como si te preguntara: ¿Quieres rollo? ¿Estás bien? ¿Necesitas que me cague en el rincón para sentir seguimos amándonos?
Estabas mirando en el sitio equivocado. La huella dactilar de los perros (tampoco la de los gatos) no está donde te imaginas. Por favor, deja a tu perro en paz antes que identifique tu gesto, cogerle la pata y examinarla gentilmente, con una señal de apareamiento.
Para identificar nuestra huella se usa la biometría. El dedo índice, acusador, es también el más idóneo para la tarea de saber quiénes somos a ojos de la policía (‘Ese cianuro no es mío’). Pero los humanos no somos los únicos que poseemos en nuestro propio cuerpo un sistema para identificarnos. Muchos animales también tienen un código particular que nos revela su identidad y los diferencia de sus congéneres.
De forma casi instintiva, podríamos pensar que los perros y los gatos tienen su huella en las patas, pero es uno de los pocos casos de animales en los que la huella se conecta con otro sentido: el olfato. La tienen en la nariz.
Tal y como nos pasa a los humanos con nuestros dedos, encontramos ahí un auténtico mapa. La profundidad de las arrugas en la trufa de nuestro perro, el patrón que siguen las líneas, la distancia entre cada una, todo forma parte de su identidad. No hay dos narices de perro iguales, aunque todas parezcan adorables, llenas de mocos y entibien nuestro corazón.
Por desgracia, crear un sistema biométrico para identificar a los perros y gatos por su huella nasal (mejor que dactilar) no es del todo factible. Solo países como Canadá o Estados Unidos utilizan este sistema para encontrar perros y gatos perdidos en el ancho mundo. En nuestra hermosa y animalista España, con la inserción del chip, a día de hoy, es suficiente para mantener a salvo a nuestros mejores amigos gatunos y perrunos e identificarlos cuando se pierdan.
Sería absurdo concederle a nuestro antropocentrismo recalcitrante la potestad de exclusiva de la huella dactilar. Así como seguramente no estemos solos en el universo y haya por ahí unos extraterrestres preparando una sonda para llevarnos a su mesa de disección (‘no duele, es un momentito’), es lógico pensar que otros portadores de huellas e identidades andan entre nosotros. ¿Y cuáles son los seres vivos más similares a nuestra especie? Te lo habrás imaginado.
Lo cierto es que el reino animal está lleno de seres que, de una u otra manera, tienen en el cuerpo un elemento que los identifica. El tejón tiene su marca particular en las patas, y así se le reconoce, por sus pisadas. Hay estudios que han tratado de distinguir a los pingüinos por el patrón de manchas de su plumaje. ¿Y qué son las cebras? En el fondo, una huella dactilar enorme. Todas esas manchas que motean su cuerpo no están ahí por casualidad. Lo mismo ocurre con las lagartijas y el entramado de las escamas, una combinación tan específica como única, y la manera de distinguir individualmente a cada una.
Una vez más, el espejismo de nuestra humanidad se rompe en cuanto uno escarba un poco. De hecho, nuestra huella, con sus patrones y sus crestas, ha sido replicada en otras especies hermanas, como si la hubieran sacado del mismo molde.
Los chimpancés tienen una huella dactilar bastante parecida a la nuestra, y el caso de los koalas es el más interesante. Su huella es idéntica a la de los seres humanos, así que es casi imposible diferenciarlas si una lente de aumento y un estudio concienzudo no saca las pequeñísimas diferencias. Su mordisco sí es un poco peor. Ese bichejo adorable puede arrancarte un dedo como le importunes en su guarida del árbol mientras mastica unas hojas.
Lo dijo mejor el científico Maciej Henneberg en 1996. Contó lo que había sucedido cuando le enseñó dos huellas a otra colega científica: una era nuestra, y la otra, de un koala. ¿Adivinas cuál eligió ella, pensando que era la de un ser humano?