Este sábado, la ciudad neerlandesa de Róterdam acogerá el Festival de Eurovisión. Tras dos años esperando –2020 fue el único año sin certamen desde su creación, a consecuencia de la pandemia–, millones de personas se reunirán en sus casas y en los bares que lo permitan para seguir la competición. Y sí, una buena parte de ese público pertenece al colectivo LGTBIQ+, un porcentaje probablemente mucho más elevado que el de cualquier otro evento mundial. La afición por Eurovisión, sobre todo del público gay, ha hecho que se sumen países como Australia o que el año que viene Estados Unidos vaya a tener su propia versión. Pero, ¿por qué el público LGTBIQ+ disfruta tanto de este acontecimiento?
La Unión Europea de Radiodifusión se creó en 1950, con el objetivo de tender lazos entre los países europeos, destrozados tras la Segunda Guerra Mundial o, en el caso de España, en plena posguerra. Su objetivo era el de crear un entretenimiento continental que toda Europa pudiera seguir a la vez. ¿Y qué lenguaje universal es el mejor para unir a las personas? Exacto, la música.
En 1956, Suiza acogió el primer festival de Eurovisión, donde participaron siete países (con dos canciones cada uno). El año siguiente, ya con una canción por cada participante, se reunieron 10 países. La cifra fue creciendo hasta los más de 40 estados actuales –que, a excepción de cinco, deben ganarse el puesto en las semifinales–, algunos ni siquiera situados en Europa pero con una fuerte unión al continente, como Marruecos o Australia.
El nacimiento de Eurovisión tenía un objetivo: mostrar la diversidad de las naciones del Viejo Continente, para conocerse mejor entre sí y generar vínculos entre ellas. Sus distintos idiomas, orígenes étnicos, tradiciones, folclores y sonidos se dan cita cada año en el escenario global del certamen para mostrarse al mundo. Es el momento de escuchar lenguas distintas y disfrutar del arte de personas que de otra manera jamás nos llegarían. Y aunque el mundo en el que se consolidó el certamen seguía siendo profundamente homófobo y tránsfobo, el festival fue poco a poco convirtiéndose en una plataforma para la diversidad sexoafectiva.
¿Cómo se fraguó esta alianza entre Eurovisión y el colectivo LGTBIQ+? Las razones son diversas. El mundo del espectáculo siempre ha sido un espacio para expandir las reglas de la normatividad. Los centímetros de distancia que elevan un escenario del simple y llano suelo lo convierten en un lugar donde el público permite que las estrictas reglas de la sociedad no sean tan absolutas. Artistas de todas las épocas han jugado con ello: en el escenario se permite el exceso, el dramatismo, el humor, el cuestionamiento de las normas sociales. Es el lugar de las divas, las lentejuelas, los galanes, los cómicos, la purpurina y los artistas que, como los bufones medievales, son los únicos que pueden reírse del poder.
Por otra parte, frente a otros eventos competitivos donde prima la homogenización, Eurovisión es un canto al poder de la individualidad. El fútbol, con el que siempre se ha comparado el festival –para los hombres gays Eurovisión es su final de la Champions–, como todo deporte colectivo, es un entretenimiento profundamente homogéneo: un partido tiene las mismas reglas y sistemas en todo el mundo, un jugador podría competir en un equipo o en otro y no notaríamos la diferencia.
En el mundo de la canción, sin embargo, cada artista tiene sus propias reglas. Puede apostar por sus capacidades vocales, por un género de canción sorprendente, por una coreografía espectacular, por una melodía emotiva o bailable, por un espectáculo pirotécnico, por la originalidad de la puesta en escena… las posibilidades, Eurovisión es la prueba, son infinitas. Si en el fútbol te sacan tarjeta roja cuando no respetas el reglamento, en Eurovisión sorprender puede ser tu baza para destacar.
Todo eso ha hecho que con el tiempo Eurovisión haya ido destacando como una fecha fundamental para el colectivo LGTBIQ+. Tan pronto como en 1961, Jean-Claude Pascal triunfó representando a Luxemburgo con ‘Nous Les Amoureux’ (Nosotros los enamorados), una desgarradora balada en la que una pareja se lamenta por no poder disfrutar de su amor debido a los prejuicios del mundo. Un tema que mucha gente a lo largo del continente supo interpretar, y que, décadas después, el propio Pascal –ya fuera del armario– confirmó como inspirada en un romance homosexual.
Desde entonces, casi todas las letras del colectivo han estado representadas en el certamen, de manera más o menos explícita. Probablemente, la victoria en 1998 de la cantante trans Dana International fue un punto de inflexión: mientras muchos medios de comunicación se referían a ella en masculino y la parte más ortodoxa de su país, Israel, la calificaba de ser demoniaco, los fans de Eurovisión llevaron ‘Diva’ hasta la victoria, convirtiéndola en una de las ganadoras más icónicas.
Muchas personas escucharon hablar de las personas trans por primera vez gracias a Dana International y, hace solo unos años, ocurrió lo mismo con las personas no binarias. Conchita Wurst, ganadora austriaca en 2016, no fue la primera drag queen de Eurovisión. La divertidísima Verka Serduchka quedó segunda en 2007 representando a Ukrania –con su inolvidable estrella en la cabeza–, el mismo año en el que Dinamarca mandó a la travesti DQ con su tema ‘Drama Queen’. Pero Conchita iba mucho más allá: su identidad de género en seguida se convirtió en tema de debate. No era un “hombre vestido de mujer”, sino una persona donde esas categorías se desdibujaban. Tras su victoria, Conchita se ha convertido en un estandarte de las personas no binarias y de las seropositivas.
Incluso Rusia, el estado empeñado en liderar una nueva ola de LGTBIfobia que se extiende a los países bajo su influencia, llevó hasta Eurovisión en 2003 a t.A.T.u., el grupo compuesto por dos chicas cuyo momento más celebrado era besarse sobre el escenario. Aunque, paralelamente al retroceso de derechos del colectivo, las componentes del grupo se han desvinculado de su comportamiento y hasta se proclaman orgullosamente homófobas, no cuesta imaginar a las mujeres lesbianas de Rusia recordando un momento tan icónico. Porque hoy, en la misma Rusia que eligió como representante un grupo cuyo nombre es una abreviación de Eta devushka lyubit etu devushku, “esta chica ama a esa chica”, se persigue toda diversidad sexoafectiva hasta el exterminio.
Para quienes deben enfrentar la invisibilidad, el miedo y la violencia del sistema cisheteropatriarcal, Eurovisión no es solo un espectáculo de diversión y colorines; es también una ventana –a veces la única en el año– que les conecta con personas que muestran y celebran su diversidad. Y eso siempre es una victoria, aunque no se lleve los doce puntos.