Antes de la publicación de 'Panza de burro' (Editorial Barrett, 2020), Andrea Abreu (26 años) era una de tantas jóvenes divididas entre las eternas prácticas y los trabajos alimenticios. Hoy, 30.000 ejemplares vendidos después y coronada como una de las 25 voces jóvenes más interesantes en lengua hispana para la revista Granta, puede dedicarse a la literatura desde su Tenerife natal.
Desde allí responde un cuestionario que viaja por el relato de la infancia habitual que su obra dinamita –las niñas de su debut literario son contradictorias y crueles– a su uso de la oralidad canaria en el lenguaje (donde, por ejemplo, el Messenger es el mésinye). Aún abrumada por las cifras y el reconocimiento instantáneo que le ha procurado su ópera prima, Abreu reflexiona sobre nuestra postura como “extranjeros” cuando nos enfrentamos a la lectura, que nos hace “participar de un mundo que no nos pertenece”
Pregunta: Si la patria de una persona es su infancia
Respuesta: Me encontraba lejos de mi tierra, de Tenerife. Cuando uno pone distancia física respecto al lugar de su infancia también alcanza distancia mental, y esa sirve para reflexionar sobre lo vivido. Si hubiese seguido viviendo allí no hubiera tenido esa capacidad. Cuando me fui a Madrid, mi corazón seguía en Tenerife, y eso me hizo pensar en ese momento en que se conforman los elementos de la personalidad propia. Quería ir a esa patria pero no ser patriota, en el sentido de que no quería que fuera un relato idealizado o idealizador, porque estaba muy acostumbrada a escuchar relatos sobre la infancia que no hablan de la crueldad que se vive, y por eso me propuse generar un texto más ambivalente. Quería algo complejo, no un recuerdo bucólico de mi niñez en el monte.
¿Ha llegado el momento de desmitificar la infancia?
No sé si ha llegado el momento, pero hay muchas autoras que lo están haciendo, sobre todo en el caso de las niñas. Elisa Victoria, mi editora Sabina Urraca o Aida González Rossi se están encargando de contar historias desde una perspectiva que no es la habitual: aquella en que las niñas tienen derecho a la ambigüedad, a la maldad, a la falta de moral. Estamos acostumbradas a leer historias de infancia donde todo está cubierto por una película de pureza, y yo estoy interesada en niñas y niños crueles. Por lo general nos aproximamos a la infancia con esa idea de inocencia, y al final los niños y niñas no son inocentes, tienen sus propias ideas, y tienen el derecho a equivocarse o a experimentar el mal.
Para mí fue la época más sufrida de mi vida, pasaban cosas feas e injustas a mi alrededor y nadie me las explicaba, porque pensaban que no lo iba a entender, y me privaban del derecho a la información. Nunca me olvidé de cómo me sentí de pequeña cuando anulaban la complejidad de mi pensamiento, y eso es lo que he querido evitar en la novela.
Los personajes infantiles de la novela atraviesan momentos muy intensos. ¿En qué te basaste para construirlos?
Tengo una manera de sentir muy intensa, y me interesa que mis personajes sean muy rabiosos en los afectos. Por eso probablemente tensé tanto las relaciones dentro del libro. Acudí a experiencias propias o que me habían contado para desarrollar esa relación central de la novela, y he acabado por conformar un monstruo de Frankenstein con cosas que he vivido o escuchado. Ese salvajismo en los afectos es lo que tenía claro que quería retratar dentro del libro.
La amistad entre las dos protagonistas es una relación muy concreta llena de matices, ¿son las relaciones de infancia las que condicionan el resto de la vida?
Estoy segura de ello. Los primeros cinco años de vida determinan nuestros apegos, si van a ser ansiosos o no. Una aprende los mecanismos que nos van a funcionar el resto de la vida, y deberían ser objeto de análisis. Yo desarrollé una manera de relacionarme con las amigas que sigo perpetuando, y a veces me tengo que desintoxicar de esa dinámica porque no es sana. Pero echo en falta esa capacidad de amar salvajemente, de entregarte del todo.
En la infancia una no tiene jerarquizadas sus relaciones, no encajona a las personas: esta es mi amiga, esta es mi pareja, etc. Eso lo aprendemos de adultas, en la infancia está muy mezclado. Por eso me interesaba hablar de la falta de límites. No como una ausencia negativa, sino como una cosa que echo de menos. Las protagonistas de mi libro no tienen claro si están enamoradas, si se aman, si se odian, si se envidian, si simplemente son amigas… Lo que más me interesaba de esa relación son esos límites difusos que van quedando más claros a medida que una crece.
La forma de ‘Panza de burro’ es desde luego una de sus características más sorprendentes. ¿Fue una apuesta desde el principio?
El abordaje lingüístico cambió mucho durante el proceso de escritura. Al principio yo tenía la intención de incluir canarismos, léxico canario dentro del libro, y estaba habituada a ver textos donde esa oralidad aparecía solo en los diálogos y marcada de alguna manera –cursiva por ejemplo– para que se entendiera que eso era vulgar. Yo poco a poco me di cuenta de que no me interesaba usar esa voz del español supuestamente neutro que en realidad no existe. Cuando me di cuenta de eso, descubrí que no era suficiente meter términos canarios desligados del discurso. Por lo tanto, tenía que hacer una fusión, una ruptura de niveles, para que no hubiera una jerarquía entre la voz narradora y la de los personajes: todos están escritos de la misma manera. Eso sí, respetando el registro de cada uno de los personajes, su edad... En resumen, esta apuesta no estuvo clara claro desde el principio. Me ayudó a tomarla la lectura de autoras latinoamericanas, que hacen un uso que Fernanda Melchor llama “hiperrealismo en el lenguaje”. Autoras como Rita Indiana, Pilar Quintana, María Fernanda Ampuero o la propia Fernanda Melchor.
¿Te planteaste en algún momento usar el lenguaje más estándar o añadir un glosario?
En un momento valoramos incluir un glosario, porque en esta colección “Editora por un libro”, de Barrett, uno de los libros lo incluía. Pero como la apuesta lingüística era honesta, creí que no era honesto incluirlo, porque eso significaría que yo misma digo que mi variante de lenguaje no es lo suficientemente válida para no necesitar una explicación al lado. Quería transmitir la idea básica de que hay muchas variantes de la lengua y ninguna de ellas es superior a la otra. Hay muchos autores latinoamericanos que usan palabras que aquí no entendemos, y eso no es un problema. Leer ya nos sitúa como extranjeros, como participantes de un mundo que no nos pertenece. Respetando esa sensación, entendí que no pasaba nada con que algunas personas no lo entendieran todo, porque al final es un dejarse fluir por el texto. Dentro de los libros es precisamente donde está permitida la sensación de que uno no entiende del todo lo que le están contando.
La novela se vende por millares a un público diverso. Con los datos en la mano, ¿qué crees que ha hecho conectar a tanta gente con la historia?
No tengo mucha idea, cuando empecé a escribir la novela no podía ni imaginar que la iba a leer tanta gente. Me gustaría tener una respuesta para esta pregunta. En cualquier caso, me siento tremendamente agradecida, porque ‘Panza de burro’ me está permitiendo vivir de la escritura, algo que ni me había planteado. Me siento como la protagonista del libro cuando mira a su amiga manejar el ordenador, que no sabe lo que está haciendo, pero le gusta. Veo lo que está ocurriendo y me gusta, pero no sé qué mecanismos se han activado.
‘Panza de burro’ es un relato ultralocal y muy específico del momento que narra. ¿Crees que demuestra un universo o instante que ha dejado de existir?
La novela se sitúa en 2005, así que evidentemente habla de algo que ya no existe; la vida de las personas ha cambiado mucho. Pero hay una relación entre la actualidad y esos años, que en Canarias es el momento previo al fin del turismo tal como lo conocíamos. La pandemia y la crisis de 2008 han evidenciado que el modelo hiperturístico no funciona y no va a funcionar.
En la novela también hay lo que Seba Lidijover llamó en una presentación un “simulacro de oralidad”, porque no hablamos igual que hace 15 años, pero tampoco tengo un registro de cómo nos expresábamos entonces. Lo que sí he incluido son esas referencias culturales –como el Messenger o el grupo Aventura– que nos transportan de inmediato. Creo que todavía hay mucho que reflexionar sobre los primeros años de los 2000.
Como casi todo el mundo de nuestra generación, no eres una extraña a la precariedad laboral. ¿Cómo ha cambiado el éxito literario tu relación con tu propia subsistencia en este capitalismo salvaje?
Económicamente, ‘Panza de burro’ me ha cambiado la vida. Antes de escribir la novela era dependienta, y había renunciado a dedicarme a algo relacionado con el periodismo o la escritura, porque llevaba mucho tiempo encadenado prácticas mal pagadas o gratuitas. Pensé que prefería ganar algo más y poder pagar el alquiler medio tranquila a trabajar en lo mío y sufrir. Ahora puedo dedicarme a la escritura, y es una suerte que ni yo misma me la creo.
Las escritoras jóvenes suelen ser tratadas como complementos, a veces excéntricos o coloristas, a la corriente literaria oficial. ¿Cómo has percibido tu encaje en la industria? ¿Cómo te sientes tratada por los medios y por tus colegas escritores?
Del mismo modo que me he sentido tratada como complemento fuera de la literatura, eso se traspasa a este mundo y a cualquiera. Vas a un festival literario y están todos plagados de hombres mayores. Pero no estoy demasiado pendiente de los señores de la literatura, y he tenido el honor de recibir comentarios valiosos de compañeras a las que siempre he admirado. No necesito que esos señores del canon me legitimen, estoy centrada en mí y en las personas que me gustan.
Sigo viviendo la discriminación que los lugares de poder proyectan en las mujeres jóvenes, y cuando estás ahí la notas. Sobre todo esa infantilización, el ser vista como la mascota del grupo, pero una va tomando conciencia de sí misma y va entendiendo que puedes crear tu propio camino, creando redes con otras mujeres.