Hablar de homofobia levanta ampollas, y es que sin ser conscientes la hemos interiorizado y normalizado. De forma sutil, la homofobia se disfrazaba de bromas; comentarios sin mala intención que, según los agresores, otra persona magnificaba para hacerse la víctima. Pero quien lo vivía en su propia piel, esa víctima a la que se miraba con condescendencia, sentía un nudo en la garganta, un rechazo hacia su propia identidad y miedo a expresarse libremente.
Una de las múltiples formas en las que se perpetúa la homofobia es mediante la palabra ‘maricón’. Desde que somos pequeños aparece en nuestra vida, familiarizándonos con un insulto que ni siquiera entendemos, pero cuya intención dañina va calando en la sociedad hasta el punto de arrebatar una vida, tal y como le ha sucedido a Samuel Luiz en A CoruñaSamuel Luizen A Coruña.
El joven de 24 años hablaba por teléfono con una amiga cuando un grupo de personas le propinó una brutal paliza que acabó con su vida al grito de ‘maricón’. Ahora los agresores se culpan entre ellos frente al juez para minimizar la condena y se justifican mientras el mundo entero vive con indignación el asesinato de Samuel.
‘Maricón’ no es un insulto cualquiera, sobre todo cuando se convierte en la última palabra que escuchas antes de morir.
Gritar ‘maricón’ es una forma de invalidar la identidad de la víctima, de señalarle, de meterle en la cabeza la idea de que es diferente al resto y de que esa diferencia es precisamente la que le convierte en alguien indeseable, en alguien merecedor del acoso, de los insultos, de los empujones, de las palizas y de la muerte.
Esta creencia se interioriza desde que somos muy pequeños. Al fin y al cabo, la primera vez que te llaman maricón no es con veintitantos años. Lo escuchas desde que eres un crío, antes de saber qué significa de verdad esa palabra.
Niños que juegan con niñas, que pasan del fútbol, que prefieren las muñecas, que se visten de color rosa, que juegan a las cocinitas… Cualquier ruptura del tópico sexista de lo que es “un hombre” vs. “una mujer” da vía libre a la homofobia. Y con la boca llena alguien dispara ese insulto a un niño que todavía no se ha parado a pensar si le gusta María o Mario. Él sólo sabe que un compañero de clase le ha señalado al grito de “maricón” mientras otros se reían, y que probablemente haya escuchado eso en su casa.
Cansados de vivir en la sombra y agachar la cabeza cuando alguien grita esta palabra, la comunidad LGTBI ha decidido reapropiarse del término bajo el hashtag #YoMaricón compartiendo sus experiencias y reivindicando la homofobia inherente al asesinato de Samuel.
“Maricón, maricón, maricón. Desde hace unos años, intento decir esa palabra tantas veces como puedo”, compartía Enrique Aparicio, colaborador de Yasss y más conocido como Esnorquel, en sus redes sociales. “Me llamaron maricón antes de que me enamorara de ningún chico; me llamaron maricón mucho antes de que me acostara con ningún chico. Me han llamado maricón personas que me han tenido delante solo un segundo”, relataba, a lo que añadía un poderoso alegato respecto a la muerte de Samuel. “Ahora sé que también me pueden matar a golpes por maricón, y que buena parte de la sociedad va a mirar a otro lado, incómoda e impaciente por pasar a otro asunto. Entonces se enjuiciará si había salido del armario en casa, si mis asesinos me conocían, si iba vestido demasiado marica, si mi muerte le viene bien a algún interés político o si mis amigas, las que han tenido que presenciar cómo me matan, están mintiendo”.
Alberto Jiménez, cantante del grupo Miss Cafeína, también ha relatado su experiencia con esta palabra. “No recuerdo cuando empezó, pero recuerdo una escena en la que entré en el baño de chicos en el colegio y unos niños que había dentro me empezaron a decir: vete al de las niñas “maricón”, yo solo agachaba la cabeza y me iba”. Se trataba de una época dura, ya que tras cambiarse de colegio se sentía sólo. “Meses después y de una forma orgánica, empecé a jugar con las niñas a la goma, a la comba… Y fue cuando empecé a sufrir la palabra: maricón. Maruso, mariquita, nenaza. Yo no sabía aún a que se referían, pero sabía que era malo y que había que ocultarlo, que había que sufrirlo en silencio. Esto fue un continuo, mes tras mes. Yo solo tenía 7 años. Y ya había dejado de ser ese niño tan curioso, pizpireta y hablador que era antes. Sólo lo era cuando me sentía a salvo”.
Elvira Sastre, escritora española, ha querido también visibilizar el impacto de la palabra ‘marimacho’. “De pequeña, muy pequeña, lo escuché durante mucho tiempo. Jugaba al fútbol, defendía a mis amigas de los chicos, vestía con ropa ancha. En mi comunión me puse mi equipación del Madrid. Nunca he llevado tacones. No me gusta maquillarme”, confesaba en su Instagram. “El día que me corté el pelo como un chico me llamaron Manolo. Creo que tenía siete u ocho años”. Pero como la autora relata, la discriminación más dura no llegó hasta la adolescencia. “Empecé a escuchar la palabra «marimacho» constantemente para meterse conmigo. Por no hablar de las voces de grupos de tíos en la distancia: «eso es porque no has probado una buena poll*». No dejé que me cambiaran. Pero podrían haberlo hecho. Seguramente, lo hayan hecho”.
“Marica, comepoll*s, usar mi nombre en femenino para recalcar que yo no era “un hombre” eran algunos de los abusos verbales que recibí durante la primeria y la secundaria”, recordaba Guillaume P. Martínez, fotógrafo, director y escritor. “A mí me llamaron maricón antes de saber lo que era. Hubo tanto odio hacia mi forma de ser que terminé creyendo que yo, y todo lo que se me llamaba, era algo malo”.
Los testimonios de Enrique, Alberto, Elvira y Guillaume no son los únicos. Son ya más de un centenar los jóvenes de la comunidad LGTBI que han compartido la discriminación sufrida por ser gais, lesbianas, bisexuales o trans, incluso antes de ser conscientes de esa parcela de su propia identidad.
Su reivindicación evidencia que no hace falta que sepan a quién amas, con quién te acuestas o qué sientes para insultarte y asesinarte a golpes. Por eso es fundamental recordar que detrás de las noticias sobre palizas a miembros de la comunidad LGTBI se esconde una sociedad que perpetúa las agresiones desde la infancia y aunque un insulto no deja marcas visibles, sí te mata en vida. Esta en nuestra mano ponerle remedio. Dejemos de reír cuando alguien hace un chiste homófobo o tránsfobo. Dejemos de cuestionar a las víctimas. Dejemos de negar la discriminación porque “en otros países lo tienen mucho peor”. Dejemos de volver la cara cuando un amigo es el agresor.