Cinco cosas sobre la vida que solo aprendí cuando se murió mi padre
1. No eres tú el muerto: deja de "dar el coñazo"
Resulta que un día mi padre se murió. ¿Qué le íbamos a hacer? Más de 150.000 personas se mueren a diario y aquel día le tocó a él. Morirse es facilísimo, aparentemente, y uno debe aplicar esa filosofía a la pérdida de cualquier ser querido. Nos encanta culparnos, preguntarnos "qué hubiera pasado si" y teorizar con que un pequeño giro del destino, un leve comentario o una actuación a tiempo hubiera cambiado las cosas. Y en realidad es porque somos todos una pandilla de ególatras e incluso ante la muerte ajena ponemos el foco en nosotros mismos. Que no, que no es culpa tuya y esto no va de ti. Que el muerto no eres tú, es tu padre. Métete eso en la cabeza y pasa página.
2. ¿Pero qué es esa desagradable sensación de alivio?
Esto, ojo, es solo aplicable a cuando un ser querido se muere debido a una enfermedad. Porque una enfermedad viene coleando y es al principio un punto temible en el horizonte, pero poco a poco engulle al enfermo y a los que lo rodean. Y la vida se convierte entonces en un sobresalto continuo, en entrar y salir todo el rato de hospitales, en dormir en una silla incomodísima al lado de una camilla, en entablar extrañas relaciones de amistad con los familiares de otros enfermos en el hospital y en temblar cada vez que suena el teléfono.
De modo que cuando lo inevitable llega, ¿qué es esa sensación tan extraña que tienes en el estómago, justo al lado del dolor? Amigos, se llama alivio. Y es totalmente normal. No te sientas una persona horrible. Has atravesado una etapa en la que apenas has podido dormir, apenas has podido hacer vida social y en la que tu propio bienestar ha desaparecido del todo para convertirte en cuidador, taxista, telefonista y cocinero. Ahora todo eso ha pasado. Métete en la cama a dormir doce horas seguidas. Y no te sientas mal por ello.
3. Y aunque te quieras sentir mal, no tendrás un minuto
Hemos dicho lo de dormir doce horas porque lo que llega ahora es fuertecito. Tu padre ya está muerto, pero para los que se quedan aquí comienza un trabajo que –a menos que tu padre fuese un hippie de las Alpujarras sin ninguna propiedad a su nombre, en cuyo caso enhorabuena y suerte en la vida– es como sacarse unas oposiciones aceleradas en burocracia y madurez.
Muchos dicen que lo que sigue a la muerte es una luz muy intensa, una gran sensación de paz y el reencuentro con los seres amados en el cielo o en el infierno, allí donde más te apetezca. Pero eso es para los que se van. Para los que se quedan lo que sigue a la muerte es una serie de despachos, de gestiones y, sobre todo, de soltar pasta. Pero mucha pasta. Pasta, pasta todo el rato. Es más caro morirse que comprarse un apartamento. Y a los que me decían "tu padre está ahora en un lugar mejor" yo siempre respondía: "en absoluto, tenía varias casas en la playa".
En un sentido más práctico de las cosas, y ya a toro pasado, uno llega a apreciar ese torbellino de actividades que sigue a la muerte de un ser querido. Tu cabeza está tan ocupada buscando papeles, llamando al seguro, a la compañía del gas, a la de teléfonos, a la funeraria y a la notaría que a veces puedes llegar a olvidarte de tu propia pérdida. Y lo de la notaría puntúa doble, porque es costumbre de los padres morirse A LA VEZ que su notario, y entonces ya el papeleo se convierte en el infierno en la Tierra.
–Hola, vengo a ver al notario del señor Azcárate, que se ha muerto.
–No me diga. Pues el notario se ha muerto también.
–YA ESTAMOS.
Cuando alguien te encuentra en la cola del banco y te da el pésame tienes que responder "ah, es verdad, gracias, ya no me acordaba", porque has estado tan ocupado toda la puñetera mañana buscando las puñeteras fotocopias del puñetero libro de familia que ya te habías olvidado hasta de que estuviste hace tres días en un funeral. Siempre que alguien critica ante mí el capitalismo y su burocracia, le respondo: "Tu estado de ánimo lo apreciará cuando se muera tu padre". Y te lo agradecerá, lo prometo.
4. Cuando tengas que vaciar su casa casi preferirás volver a hacer papeleos
Todo eso de la burocracia tarda en arreglarse una media de entre seis meses y ocho generaciones, tranquilo. Pero en todo caso llega un momento en que la cosa se equilibra, las cuestiones se quedan pendientes, tu hermano malvado se queda con todo el dinero y todas las casas y el trabajo de papeleo llega a su fin. Y llegan entonces otras tareas aparentemente más fáciles, pero más delicadas. En el colegio nos enseñan unas cuantas cosas que nos sirven para algo en la vida y un montón de mierda que no servirá para nada (¡la educación está fatal!). Por eso si yo fuera ministro de Cultura impondría una asignatura llamada: “Vaciar la casa de tu padre cuando se muera”.
Eso sí que es un hongo nuclear para tu corazón. En mi caso mi padre tenía una casa suya, propia, porque ya no vivía con mi madre. Pero esto sirve también para esos cuyos padres estuviesen casados aún. Habrá que vaciar su despacho, su armario, sus cajones… Eso es al menos lo que recomienda todo el mundo. No borrar su rastro –deja sus fotos, sus trofeos y sus libros favoritos, por supuesto–, pero sí intentar pasar enseguida al siguiente capítulo. Y eso implica eliminar todo rastro de su cotidianidad, porque resulta que ahora la cotidianidad es otra.
Yo vacié una casa para poder alquilarla. Y eso quiere decir empezar por las estanterías y terminar por la nevera. Una de las preguntas que deberían hacer a alguien cuando alguien ingresa en la UCI, aparte de los nombres y números de sus familiares y alergias a medicamentos, es si tiene tortilla o mayonesa fresca en el frigorífico. Cuando abrí la de mi padre allí se había creado una pequeña civilización de bacterias que ya tenían hasta sus propio gobierno y sindicatos. ¿Pero cómo iba el pobre a decirnos “tengo una tortilla en la nevera, id a quitarla que va a oler toda la casa a podrido” si estaba ocupadísimo luchando contra la muerte?
Tras limpiar la nevera llegó un repaso profundo por sus revistas, libros, películas, algo parecido a una resurrección. ¡Allí estaba otra vez, saludando desde decenas de objetos inertes! También por su ropa, cachivaches electrónicos y bolígrafos. Es un momento extraño ese, en el que te sorprendes descubriendo libros que tú también tienes y otros que no tienes pero parecen hechos para ti y te encantaría preguntarle “¿y dónde encontraste esta edición tan destartalada?”. Pero no puedes, claro, porque, volviendo al punto uno, 150.000 personas se mueren cada día y ahora le tocó a tu padre.
De modo que aquí va un consejo: haced esa tarea mientras vuestros padres (y madres, claro) vivan. Repasad sus revistas, libros y cachivaches (no, no os metáis en sus cajones secretos ni revolváis entre su ropa interior, un poco de respeto) e interesaros por lo que encontréis. Buscad vuestro propio reflejo en todo eso. Preguntadles cosas. Puede que la próxima vez que os animéis a hacerlo sea demasiado tarde.
5. Bienvenido a tu nuevo nivel de apreciación de los dramas ajenos
Y por último está un punto no por más frívolo menos importante: la muerte de un padre (y ya no quiero pensar de una pareja, hermano o hijo, que eso sí es que es una tragedia griega) te vuelve muchísimo más empático y sensible con los que pasan por episodios semejantes, pero muchísimo más práctico y frío con los que se enfrentan a dramas menores. Cuando te enteras de que un amigo también ha perdido a su padre te apresuras a escribirle un cálido mensaje para decirle "Mírame a mí, ¡lo superarás!". Sin embargo, cuando aparece otro y exclama: "Mi abuelo, mi pobre abuelo, ¡se ha muerto!", cuando tú aún estás guardando el traje negro del funeral de tu padre, tú frunces el ceño. "¿Pero qué edad tenía tu abuelo?", preguntas. “98, pero estaba jovencísimo”, responden. 98 años. ¡98 AÑOS! ¡¿JOVENCÍSIMO?! ¡YA ERA HORA, PESADO!