Llega un momento en la vida en que hay que salir de los circuitos del Mario Kart y sus giros cerradísimos que parecen de mantequilla. Toca aprender a conducir para sacarse el carné: frenar en los pasos de cebra sin meter el morro del coche sobre la línea blanca, aparcar sin arrancar retrovisores, maldecir a taxistas que actúan como depredadores, respetar a las ancianas y no pitar para que corran con el andador y coger la autopista mientras el viento nos entretiene con su charla de comadre.
Si eres un cráneo privilegiado y has superado el examen teórico sin derretirte sobre la página, en breve te tocará la parte más insidiosa del asunto: tu primera clase práctica de conducir. Muchos mitos: ¿me gruñirá bien el profesor? ¿Seré capaz de no hacer un Picasso con los peatones? ¿Hay una luz suave dentro de los ojos de los policías de tráfico?
Te damos algunos consejos en materia de psicología y manejo de tu coche.
Todos hemos sido dummies de goma en la primera clase de conducir. Hay algo seductor en el hecho de no saber absolutamente nada o tener las reglas funcionando en la cabeza de una forma que no se corresponde en absoluto con lo que tarde o temprano. Crees (a ciegas) que sabes colocar los espejos, pisar el embrague, cambiar al freno. Piensas que puedes meter tercera sin levantar el pie del acelerador y aparcar en dos movimientos. Luego llega la realidad: el profesor no para de corregirte. Quieres llorar. Te imaginas como te da con una regla en los nudillos y te pone algún mote degradante: manco, piernitas, alcachofa.
Tu primera clase práctica es y debe ser la enciclopedia de los errores. Es fácil que los cometas todos, y así está muy bien, porque enunciándolos en voz alta, viéndolos repetirse, es como se van a grabar a fuego las mecánicas del coche. No tienes todavía la memoria muscular necesaria para conducir sin pensar en que estás conduciendo y dónde tienes que poner las manos y los pies.
Acéptalo. Estás ahí para ser la persona más torpe del mundo y tomar nota de todo lo que te diga el encargado de convertirte en piloto en el circuito de Lemans.
Llevas días pensando en ir a tu primera clase de conducir como quien se acicala el lomo y se pone las joyas para su cita tinder en una cafetería de luz tostada con brunch y huevos Benedictine, y ahí te equivocarás: para conducir hay que ir cómodo. Ropa fácil, holgada, que te deje moverte en libertad al manejar el volante y los pedales. Es más, seguro que sudas con algún giro inesperado o un coche que se te cruza en el carril. No, el profesor no puede detectar las emanaciones tu sobaco, tranquilidad, pero recuerda: ropa que te deje moverte a gusto. Opcional pero recomendable: una botella de agua y un chicle para controlar tu bruxismo y rechinar de dientes.
¿Para qué buscas la perfección en la primera clase práctica si has pagado al menos 20 o 30, mínimo de cualquier autoescuela que quiera sacarte la hemoglobina a golpe de embrague y frenazo? Tómalo con calma. La primera, la segunda, la tercera y la cuarta clase son un preludio lleno de normas y repeticiones. De la primera solo vas a conservar una emoción: no sé hacer nada, pero qué volante más suave y cómo me gusta pisar el freno. Igual alcanzo la adultez en este coche.
Salvo si es sufre alguna psicopatología y desea poner al límite tu coordinación motora para ver cómo te manejas en eso de estrellarte, lo más seguro es que tu primera clase de conducir consista en una probadita de lo básico. El profesor te explicará el funcionamiento general del coche. Repetiréis el arranque, el uso del embrague, el cambio de pies al frenar unas cuantas veces. Es altamente improbable que el profesor o la profesora te pida maniobras complicadas o que vayáis a meteros en una autopista repleta de coches a 120.
No será difícil, y todo el mundo ha sobrevivido.
Todos tenemos nuestra bestia negra cuando conducimos. En unos, la torpeza viene al aparcar; otros son medio ciegos para detectar la distancia entre su coche y el que tienen delante. Habrá quien embrague como si tuviera dos picos de pájaro en lugar de piernas. Cada loco con su tema, o cada loco con su fallo.
La parte psicológica quizá sea la más peliaguda, y aquí no hay otro consejo que valga: llévate bien con el profesor o profesora que te haya tocado, aunque sea un hueso duro de roer y tenga tendencia a ladrarte en un idioma desconocido por el hombre. Spoiler: los profesores de autoescuela… ¡son personas! ¡Pueden tener malos días o arquear el labio con disgusto porque te han explicado tres veces el paso suave del embrague al freno y sigues calando el coche!
Si tienes la suerte de contar con un tutor más pedagógico que te explica todo con una serenidad milenaria, aprovecha para preguntarle cualquier (repetimos: cualquier) duda que tengas.
A conducir se aprende pavlovianamente: repetirás, repetirás, repetirás y fallarás hasta que el margen de error mientras aparcas, te incorporas al carril derecho para tomar una curva o arrancas en cuesta se va reduciendo tanto que el fallo es mucho menos perceptible a ojos del que juzga: ahora el profesor o la profesora, luego el dios vengativo, aquel que te examine el día señalado. Tampoco tengas miedo de pedirle que te meta por sitios un poco más complicados una vez te hayas familiarizado con el coche y las mecánicas de conducción.