Los patinetes eléctricos llegaron a las ciudades como una plaga, sin que nos diésemos cuenta. Un día nos despertamos y, simplemente, estaban allí. Convivíamos con ellos, paseaban por las aceras, alcanzaban más de 20 kilómetros por hora y, en ocasiones, atropellaban a algún peatón: eran un ciudadano más.
De repente, decenas de empresas nos bombardeaban con los beneficios de este método de transporte, el vehículo de movilidad personal (VMP) que había llegado “para marcar la diferencia”. Y vaya si lo hacía: de repente, los chavales de tu clase que se metían con el profesor de inglés por ir a clase en bici (y un poquito también porque llevaba rastas, que eso era “de guarros”) defendían las alternativas ecológicas de transporte, casi con tanto fervor como los voluntarios de Greenpeace. Ni el bus, que siempre va lleno, ni el metro, que huele fatal a las ocho de la mañana. A ellos les molaban los patinetes eléctricos y no perdían la oportunidad de contarlo.
Desde entonces han surgido alternativas de movilidad en la misma línea: sillas a motor, segways de mil formas y colores y hasta monopatines con asiento, pero los patinetes eléctricos siguen manteniéndose como la alternativa preferida de mucha gente para arrollar a tu abuela en su paseíto matinal por el parque. Pero, ¿de dónde salieron? Y, sobre todo, ¿son tan ecológicos como prometen?
Para empezar, ¿a quién se le ocurrió la brillante idea de meter un motor a un patinete? La patente es de un empresario y exbanquero suizo, Wim Ouboter, a cuya empresa, Micro Mobility Systems, se le reconoce el mérito de comercializar, por primera vez, un patinete de dos ruedas. Era 1997, y pronto se convirtió en uno de los objetos más deseados por niños y adolescentes.
Una idea que respondía a la necesidad de cubrir distancias no tan largas como para coger la bicicleta o el coche, pero lo suficiente como para que se hiciese pesado ir andando. Había alternativas, pero ninguna era lo suficientemente robusta o cómoda para que un adulto la usase en la calle, según explica el propio empresario.
El prototipo del patinete tal y como lo conocimos nació a finales de los noventa: un modelo ligero y compacto que Ouboter llevó por todo el mundo. En Japón y China fue un éxito y la producción no dejaba de crecer, pero la competencia también era cada día mayor. El empresario comenzó a trabajar en modelos eléctricos y, según cuenta, presentó el primer modelo con batería en 2003, aunque la legislación suiza no le permitió sacarlo al mercado hasta diez años después.
Mientras tanto, Ouboter siguió usando sus inventos para desplazarse entre su casa y la estación de trenes y desde ahí hasta su oficina, donde aún hoy trabaja junto a su familia para sacar adelante proyectos de movilidad sostenibles. En paralelo, proliferan alrededor del mundo las empresas de alquiler de patinetes eléctricos, que ellos no gestionan, pero que les ayudan a posicionar su invento como una alternativa ecológica a los coches.
En las ciudades, los patinetes eléctricos se presentan como una alternativa ecológica al coche. Pero, ¿hasta qué punto es eso cierto? Para comprobar la veracidad de esta afirmación hay que tener en cuenta todo el proceso de fabricación, distribución y recarga. En un estudio publicado en la revista IOP Science el pasado mes de agosto, tres autores e ingenieros reconocían que los patinetes eléctricos podrían tener un impacto medioambiental mucho mayor que el de aquellos medios de transporte a los que pretenden reemplazar.
¿De qué están hechos estos patinetes? Uno de los autores del estudio, Jeremiah X Johnson, cuenta en el medio especializado The Conversation que los de Xiaomi, una de las principales productoras de patinetes eléctricos, necesitan casi seis kilos de aluminio y una batería de litio de más de un kilo, a lo que hay que sumar varias partes de plástico y acero, con su correspondiente impacto en minas y fábricas, así como en los gastos de distribución y transporte.
Las empresas de alquiler de patinetes se han encargado de colocar estos vehículos en todas partes, a la vista y el alcance de quien pueda querer usarlos. El alquiler se hace por minutos, mediante una app, y el usuario no necesita acudir a un punto de entrega o recogida: puede dejarlo donde considere, para que otra persona lo use después o alguien acuda para recargarlo al final del día.
Los encargados de las recargas son trabajadores a los que las empresas contratan para recoger, con sus vehículos personales, tantos patinetes como puedan, que después cargarán en sus casas para devolverlos a las calles al día siguiente. A grandes rasgos, por cada persona que usa un patinete como alternativa sostenible al coche, hay alguien produciendo emisiones con su automóvil, y el gran problema es que estas recargas se hacen casi sistemáticamente, sin tener en cuenta el porcentaje de batería que le queda al patinete. El impacto se podría reducir si se seleccionasen los vehículos a recargar, pero por ahora no es la norma general.
Luego están los problemas de educación vial. La regulación de estos patinetes aún está en marcha, pero según la Dirección General de Tráfico (DGT), los conductores de los VMP tienen prohibido usar el teléfono móvil, los auriculares, la circulación por aceras y zonas peatonales o el transporte de un pasajero, entre otras.
Normativas que no siempre se cumplen, por desconocimiento o inconsciencia, y que conllevan ciertos peligros para el conductor y el resto de viandantes. En 2018 se contabilizaron casi 300 accidentes con patinetes eléctricos, de los cuales, según la fiscalía de Seguridad Vial, tres de cada cuatro fueron atropellos a peatones. El año pasado, una anciana murió al ser arrollada por dos jóvenes que iban en patinete eléctrico por la acera, y tantos otros conductores han muerto sobre sus patinetes, en ciudades saturadas de coches y sin carriles bici efectivos, como Madrid o Barcelona.