Cinco razones por las que defender a los influencers
Son más guapos que tú. Tienen más estilo que tú. Probablemente, también tienen más dinero que tú. Y si no lo tienen, reciben muchísimos más regalos que tú, que para el caso, es lo mismo. Viven la vida mejor que tú. Son más felices que tú. Pero, sobre todo, tienen más followers que tú. ¿Por la gracia de Dios? ¿Por la mafia rusa? ¿Por la lotería de la vida? No, porque se lo han currado. (Vamos a pasar por alto a la gente que compra sus followers, que ese es otro tema).
Se lo han currado. He ahí la línea que separa al influencer del resto de los mortales. Que los mortales nos sacamos nuestra carrerita y ahora estamos currando diez horas al día por cuatro duros (y si no nos sacamos la carrerita, da igual, también estamos currando diez horas al día por cuatro duros, o peor, en el paro) y ellos, los influencers, que son tontos de baba, hijos de papá, inmaduros, alienados, pasaron por la universidad sin pena ni gloria (eso si es que la pisaron), y ahora están viviendo la vidorra padre... porque se lo curran. ¡Por encima de mi cadáver, ni hablar del peluquín!
¿Hay razones para odiar?
La mayoría de la gente piensa que el trabajo de un influencer no es un trabajo como tal. Así que, básicamente, se tiende a percibir a las estrellas de Internet como gente que se está tocando la minga todo el día y cobra un pastizal. Esa es una de las raíces más firmes de la manía generalizada que se le suele tener a las personas que gestionan comunidades de miles y miles (y miles) de followers.
Otra de las razones sería, por ejemplo, que hay influencers bastante básicas. Que hay gente que no tiene nada que contar, y, sin embargo, te está generando contenido constantemente para darte los buenos días y decirte de qué marca son sus gafas de sol. Soy una pringada, por ejemplo, es muy de odiar esto públicamente.
También podríamos hablar de aquellos influencers a los que se les ve el plumero. Los que nos mienten descaradamente. Los que nos hacen creer que su vida es superinteresante, superemocionante y superperfecta, y luego sabemos de sobra que no. Que si tienen la casa tan limpia es porque tienen a un equipo de limpieza trabajando, o que la pareja con la que posan en su foto de Instagram del día de San Valentín le pone los cuernos hasta con la Estatua de la Libetad.
Y no descartemos uno de los motivos más poderosos: "me caes mal". Porque, a veces, con esta razón basta. He visto un vídeo tuyo, me has parecido lo peor de lo peor y creo firmemente que eres un jelipoller. Así que te has ganado mi barra libre de odio.
La indiferencia son los padres y opinar es un derecho constitucional
Quizás la clave del éxito de los influencers sea esta: que no dejan indiferente a nadie. Levantan pasiones (tiene que haber quien los ame, si no, no tendrían tantos seguidores), y el odio también es pasional. Por ejemplo, yo veo que en la tele hay tenis, y cambio de canal tranquilamente, sin darle más importancia. El tenis me da igual, me es indiferente, no necesito recordarle al mundo que no me gusta el tenis, simplemente paso. Pero los influencers no son Rafa Nadal. Empezado porque Rafael Nadal, se lo curra que no veas. ¿Que también anuncia relojes? Bueno sí, pero es diferente.
Pero, ¿a quién se le ocurriría pasar de un influencer? ¿Cómo vas a quedarte tú sin opinar sobre lo que ha hecho el influencer de turno? ¿Estamos locos, o qué? Mucha gente piensa que los influencers nos deben algo a nosotros, los mortales, así que TENEMOS EL DERECHO Y EL DEBER de opinar libremente de todo lo que nos parezca oportuno: de su color de pelo, de su pareja, de su casa nueva, de su look de mamarracha, de si se ha operado, de si le han salido los hijos tontos. Con total naturalidad, ¡e impunidad! ¿Por qué? Porque los influencers no serían NADA sin mí. Porque YO te sigo, así que tú me debes a mí todo tu éxito. Porque como tu trabajo es de mentira, que lo único que haces es jugar a los videojuegos, el secreto de tu éxito, realmente, soy yo.
Y si no te gusta, no expongas tu vida
Esto ya se lo decían a Belén Esteban: si no quieres que te insultemos, no hables de tu vida privada. Porque es el precio de la fama. ¿Quieres ser famosa? ¿Quieres que te regalen viajes a Punta Cana? Pues ya lo decía la serie: la fama cuesta, y tendréis que pagar por ser famosos. Tú has elegido publicar a qué hora te acuestas, a qué hora te levantas y qué comes cada día. Pues no te quejes si decimos que la falda que llevas puesta hoy te queda peor que a un santo dos pistolas y pareces una ballena y nos das un asco que no podemos reprimir la arcada en cuanto nos sales en Instagram. Porque este es tu trabajo, ¿no? Exponerte. Pues las consecuencias de tu exposición son estas: aguantarme a mí, que estoy muy sola y aburrida. Pero soy una persona decente, una persona que no airea sus intimidades para ganar dinero. Porque no me pasa nada interesante desde que murió Franco, a lo mejor. Pero aquí estoy, en mi casa, siendo decente. Y por eso te juzgo. No porque quiera, sino porque puedo.
Por qué ellos sí y tú no
Que al final todo se reduce a esto: la frustración, la percepción de injusticia, el sentimiento de inferioridad. Detrás de todos los haters de influencers (de influencers que no son Dalas, los que odian a Dalas están totalmente justificados) hay una persona mirando la pantalla de su móvil u ordenador por encima del hombro. Con superioridad. Porque, al final, es de lo que va todo esto: el influencer nos hace sentir pequeños, insignificantes, desafortunados, infelices... él tiene cosas y tú no. ¿Por qué? ¿Si los dos tenéis una cuenta de Instagram? ¿Por qué el sube un selfie y consigue 20.000 likes y tú subes un selfie y pierdes tres seguidores? Si los dos tenéis las mismas herramientas y las mismas oportunidades, ¿por qué a él le regalan cosas y a ti no? ¿Qué tiene él que no tengas tú? El influencer consigue que nos cuestionemos a nosotros mismos: y, por desgracia, siempre salimos perdiendo. Y como no lo entiendes, no te cabe en la cabeza, reaccionas negativamente. O, mejor dicho, reaccionas primariamente, como un niño que ve que al que tiene al lado le dan un caramelo y a él no. ¿Por qué? ¡Es injusto! Berrinche al canto.
Cuando meten la pata... ¡fiesta!
Si los influencers van de perfectos por la vida NO PUEDEN EQUIVOCARSE. Así que cuando la cagan, se abre la veda. A ver, que tampoco hace falta que sea la cagada del siglo. Puede ser, simplemente, que se hayan pasado con el colorete o se hayan puesto una gorra ridícula. De ahí hasta Dulceida regalando gafas de sol a niñitos negritos del África que después fotografiará inocentemente. Si ya es fácil insultar a un influencer por el simple hecho de insistir, imagínate si hace algo que tú consideras que está mal. ¿Cómo dejar pasar una oportunidad así? Si ya echas el rato poniéndolos a parir cuando publican un house tour en Youtube, o te compinchas con las amiguis para cerrar cuentas de Instagram porque hay que ser fresca, bonita, el día que España entera se alía para ir a muerte contra una persona te pides un par de horas libres en el trabajo si hace falta.
Es justo y necesario: a estos mindundis alguien tiene que bajarles los aires de grandeza. Porque cuanto más los rebajes a ellos, más cerca estarán de nosotros. Y así, todos iguales, todos tranquilos, todos contentos. Que para eso vivimos en democracia y tenemos libertad de expresión.