En los últimos años a gran parte de mi familia le dio por morirse. Unos porque eran viejos y el Señor ya los llamaba, otros por su voluntad de llamar la atención y hacerlo todo ellos antes que sus hermanos, incluido casarse y morirse. Por ello he tenido que ir a muchos funerales para enterrarlos a todos. Y como yo no fui en ningún momento el enterrado, he vuelto para contarlo.
Morirse dos veces
Aunque no os confundáis: también hay casos en Galicia de gente que se ha muerto dos veces. Mi tío bisabuelo Celestino se murió por primera vez en 1999 y por segunda vez en 2003. Celestino apareció un día muerto en la finca y sus hijas, nietas y bisnietas (vivían todos en la misma casa de ladrillo visto) llamaron a la familia para informar de que la hora del bisabuelo había llegado y teníamos que empezar a preparar todo para el funeral.
En Galicia existe la creencia de que la muerte está antes y por encima de cualquier cosa, así que a nadie se le ocurrió que antes de llamar a los familiares tendrían que haber llamado al médico de la aldea. Mi madre estaba ya buscándonos jerséis negros a todos cuando sonó el teléfono: Celestino se había levantado y el médico había aclarado que solo le había dado un mareo.
Cuando el tío bisabuelo se murió otra vez mi madre tuvo la prudencia de exigir que comprobasen que esta vez estaba muerto de verdad. Habían pasado cuatro años desde la última vez y ella ya tenía guardada toda la ropa negra de nuevo en el trastero. Sus nietas, gritando como animales y hablando todas a la vez por teléfono mientras mi madre alejaba el auricular como si le quemase en la oreja, aclararon que esta vez era cierto: el bisabuelo se había caído por una ventana del primero y se había quedado convertido en un saco de huesos al dar contra el suelo de terrazo del patio.
Un panteón para entrar a vivir
Celestino fue el primero en inaugurar mi panteón familiar, que mi abuela llevaba años perfeccionando y ampliando. Cada año se compraba una nueva parcelita. El panteón empezó a alcanzar tales dimensiones que mi padre empezó a pensar en alquilarlo como vivienda unifamiliar mientras ninguno nos fuésemos muriendo. A veces, cuando íbamos a comer a la aldea los sábados, mis abuelos se empeñaban en ir a enseñárnoslo.
–Aquí vas a ir tú –me decían señalando uno a ras de suelo mientras yo me abrazaba a mi coche teledirigido.
Comer hasta morirse
El entierro del tío bisabuelo Celestino no era el primero al que iba, claro. Ya había ido a muchos de niño y debo admitir, aunque caiga en la frivolidad, que me gustaba ir a esos funerales de tíos de aldeas ignotas a los que nunca había visto porque ahí he visto los mayores festines culinarios de mi vida. Existe en Galicia –y me figuro que en más lugares de España– la creencia de que la comida protege contra la muerte, supongo que una secuela de la gente que se había muerto desnutrida en los duros años del hambre y la guerra. De modo que aún a día de hoy en muchos funerales todo el mundo decide comer hasta que reviente.
Durante el velatorio la gente entraba y salía con trozos de pescado y marisco en la mano para presentar sus respetos al tío abuelo Celestino, que como no había quedado muy presentable tras su caída libre de cuatro metros tenía el féretro cerrado. A su alrededor, todas las superficies estaban cubiertas de comida y flores, de modo que cuando el panadero de la aldea llegó con una empanada más grande que la alfombra de una mezquita mi tío Faustino (es costumbre en la familia que todos los nombres masculinos acaben en -ino, afotunadamente mi madre se negó a hacerme pasar por eso el resto de mi vida) hizo uso de su costumbre de hablar únicamente con pronombres y adverbios:
–¡Tú! –y señaló al féretro–. ¡Aquí!
–No se atreverán –susurró mi hermana.
Se atrevieron. Un rato después todos comíamos una deliciosa empanada servida sobre el féretro del tío abuelo Celestino que, como siempre, y para que no peleásemos, era en parte de carne, en parte de atún, en parte de zamburiñas y con una esquina vegetariana para mi tía Eugenia, que era hippie. Yo me comí toda la parte de carne y me negaba rotundamente a dársela a nadie más. Me constaba que mi madre la había encargado para mí y me constaba que a Celestino el gustaba verme comer empanada. Mientras masticaba sonoramente exclamé:
–El tío bisabuelo Celestino lo hubiese querido así.
El autobús al cielo (de las compras)
Cuando unos años después del tío bisabuelo Celestino se murió el tío Leonardo, mi abuela estaba por una parte muy molesta porque sus hijas, que vivían en la ciudad, habían exigido que el velatorio fuese allí, pero por otro lado sacó unos papeles muy emocionada y explicó que el contrato con la funeraria incluía un autobús.
Y luego añadió:
–Pero harán falta dos.
Era imposible que hubiese tanta gente que quisiese dar el adiós a Leonardo cuando apenas le decían hola en vida. Era insoportable el pobre Leonardo. Mi abuela nos explicó que claro que no querían ir a decirle nada a Leonardo, por no querer no quería ir ni ella. Los vecinos querían bajar a la ciudad a hacer recados y esa era la única línea de autobús que había. Una que también usaba ella cada vez que tenía que bajar a hacer compras importantes. Cuando en mi aldea alguien se muere y se escucha "¡buen viaje!" no se lo están diciendo al alma del finado, sino a todos los vecinos que se suben en el autobús funerario para acercarse a Zara. Mi recuerdo del funeral de Leonardo siempre será el de sus cinco hijas llorando desconsoladas y toda la aldea esperando con bolsas de ropa y sombreros nuevos en la parada del autobús.
Al volver a la aldea para meter a Leonardo en el panteón, bien lejos del tío bisabuelo Celestino como ambos habían exigido en vida, descubrimos que nadie tenía las llaves del panteón. Mi abuela buscaba con desesperación entre su manojo de trescientas llaves de las trescientas puertas que daban a exactamente la misma finca, pero no aparecían. Me dijo que me acercase a la casa a buscar una copia que estaba sobre el aparador mientras los invitados se iban dispersando y que, de paso, trajese más empanada, que ya apretaban las ganas de merendar. Al final solo quedamos unas diez personas metiendo a Leonardo en su nicho. Observé como su féretro desaparecía detrás de una placa pegada con cemento por un mozo vestido de chándal mientras comía el trozo de empanada vegetariana que la tía Eugenia había dejado esta vez entera. Intenté acordarme de todas las veces que había coincido con él y entonces caí: había sido únicamente en funerales de otros.
Te veré en otra muerte
Hay cierta costumbre en Galicia de dibujar la vida de una persona a través de sus apariciones en las muertes de otros. No los vemos en ninguna otra ocasión. Había adolescentes en el funeral del tío bisabuelo Celestino que se presentaron con su mujer e hijos en el del tío Leonardo. ¿Alguna de aquellas personas vería mi vida de la misma manera? No pude evitar meditar sobre ello mientras un escalofrío me recorría el cuerpo y me manchaba la comisura de los labios con trozos picados de champiñones y pimientos picados. "Lo recuerdo comiendo empanada en varios funerales, nunca me dio ni un solo trozo de la de carne", exclamarían. "¡Bien muerto está!"