La vida consiste en hacerse preguntas fundamentales mientras el Capitalismo y las redes sociales nos pasan por encima. ¿Me matará mi gato mientras duermo? ¿Si perreo hasta el suelo se me romperá la cadera? ¿Qué le pasa a mi piel cuando la aguja de tatuar penetra en ella? ¿Qué debo saber antes de hacerme un piercing?
Para el que lo elige como vía de expresión, el tatuaje es la seña de su identidad, una reafirmación de la individualidad a través de un dibujo artístico permanente en alguna zona del cuerpo que requiere tomar decisiones meditadas: elegir el tatuador en función de su talento, escoger el motivo (y razonar sosegadamente por qué tatuarte el nombre de una pareja no es la mejor idea que podías haber tenido) y curarlo para que asiente bien.
Pese a que el proceso de infiltrar la tinta bajo la dermis obedece a una idea más o menos aceptada en el imaginario colectivo, lo cierto es que hay algunos falsos mitos. Aquí puedes saber qué debes tener en cuenta antes de hacerte tu primer tatu.
La creencia más extendida es que nuestro tatuador, mediante la aguja, empuja la tinta con los pinchazos (hasta 50.000 por minuto) y la introduce en la epidermis, la capa más superficial, para que se extienda y forme el dibujo en la segunda capa (dermis). Primer error. En realidad, son nuestros vasos capilares los que la absorben (como unos labios) de la punta de la aguja, donde cuelga cada una de las gotas que irán dentro de nuestra piel.
El proceso se basa en el encapsulado de la tinta, que queda preservada y visible en la dermis, mientras que la capa superior, la epidermis y los canales donde ha quedado grabada mediante una herida, cicatrizan. De ahí que una vez se cura un tatuaje (la epidermis sana y cicatriza) sea visible. La tinta se queda en esa especie de sarcófago protegido, a la vista.
Uno de los procesos más curiosos de tatuarnos es el cambio a nivel fisiológico que experimentamos. Nuestro sistema es adaptativo, se autorregula. En esencia, pone en funcionamiento las glándulas suprarrenales (ojalá hiciera esto mismo cuando tu crush decide hacerte un ghosting, reconocido hasta en la lejana China). Para poder aguantar la sesión de aguja, el cuerpo se pone en alerta: se agudizan nuestros sentidos, empezamos a sintetizar adrenalina, respiramos más rápido, se nos acelera el ritmo de los latidos del corazón y nuestras pupilas se dilatan.
Contamos además con mecanismos naturales para combatir el dolor del pinchazo minúsculo y veloz de la aguja a medida que el proceso se completa. Por ese motivo, liberamos gradualmente analgésicos naturales durante las microperforaciones. De ahí que tanta gente se haga adicta a tatuarse cada cierto tiempo, en busca de ese chute de dopamina, endorfinas y péptidos que nos deja relajados al terminar la sesión.
Contrariamente a lo que se suele creer, no es el paso del tiempo lo que difumina y borra la tinta de los tatuajes, sino nuestro sistema inmune. A estudiar a fondo nuestras células, los científicos hallaron una posible respuesta a ese borrado progresivo del dibujo de tinta que tanto hemos amado.
Según los datos más recientes, nuestro sistema inmune cuenta con unos ‘soldados’ con muchísima hambre: son los macrófagos, unas células preparadas para combatir las amenazas al sistema inmune que se encargan de comerse los residuos celulares tóxicos, entre ellos, esos restos de tinta dentro de las membranas de la dermis. ¿Por qué? Porque la consideran exactamente igual que un germen, una bacteria o una sustancia química que no debería estar ahí.
Puesto que los macrófagos también mueren, esa tinta que han absorbido y dejan atrás permanece visible en la epidermis, y son nuevas hornadas de macrófagos los que pasan a intentar eliminarla, una vez y otra, hasta atenuar parcialmente el dibujo. Tus tatuajes siempre están en guerra. Los viejos macrófagos esperan la llegada de los nuevos para absorber y devorar un poco más de tinta cada vez, junto con los fibroblastos que ya se han perdido y han absorbido otra parte de la tinta. Entre batalla y batalla, un pequeño porcentaje de tinta y de dibujo siempre seguirá visible.
De acuerdo, tatuarse puede ser maravilloso, hacernos ganar presencia y tener un significado muy profundo en nuestra forma de vivir, pero es una práctica con ciertos riesgos; menores en la mayoría de casos. Tenemos que contar con la variable de las enfermedades de la piel al tomar la decisión final.
Nuestro cuerpo puede interpretar la aguja como una agresión, reaccionar de diferentes formas o ser pasto de los patógenos, que aprovechan esa ventana de oportunidad, la herida fresca, para hacerse un nido. Muchísimas personas son alérgicas sin saberlo a la tinta, que al fin y al cabo es una sustancia tóxica que el cuerpo no tiene por qué procesar de la forma correcta.