Esto es lo que aprendí en una clase de runway con Kiddy Smile
Puede que esto del Ballroom no os suene de nada. A mí hasta hace unos años tampoco. Solo conocía la parte que había saltado al mainstream en los noventa: el voguing. Es imposible que este baile en el que se posa como las modelos de Vogue no llamara mi atención: de niño, en los noventa, estuve obsesionado con eso mismo.
Y de repente un muy buen día me crucé con la película 'Paris is Burning', que en una hora y pico armó el puzzle, le puso barniz y lo enmarcó. Esta obra maestra del documental, disponible en Netflix, te transporta a la escena del Ballroom de los ochenta, y te permite vivirla desde dentro. Desde entonces no me he atrevido a mencionar el nombre del Ballroom en vano.
Siempre digo que Youtube me conoce mejor yo misma, y me propone que vea cosas muy guays. Así fue la primera vez que me crucé con un vídeo de Kiddy Smile. Era el videoclip de Let A B!tch Know, que espero que veáis tantas veces seguidas como lo vi yo hace un año y pico. Lo vi durante varios días, en bucle y pestañeando poco o nada. Lo vi con la atención que le presto a vídeos de Naomi desfilando en los 90 y a cuatro o cinco cosas más en internet. No sabía quién era Kiddy Smile ni de dónde salía, pero tenía clara una cosa: me hablaba desde sus entrañas, y yo le estaba escuchando con las mías. Y tenía que ver todo lo que hubiera de esta persona en internet.
Yo soy un hombre cisgénero, blanco, sureño y con mucha testosterona, al que le gustan los hombres. En una sociedad en la que hay que tener modelos, referentes y patrones, se ha decidido por mí “que sea maricón o lo que sea, pero que sea un macho”. Es por eso que el Ballroom, y por lo que veía Paris is Burning y los videos de Kiddy como quien lee el Corán. Esa persona completa, por fin consciente de ella misma en su plenitud, se planteó entonces, porque es muy intensa, toda su existencia. Me pregunté si esa mujer tan fierce que siempre he tenido dentro estaba siendo silenciada por esta pinta de leñador al que le gustan mucho la cerveza y los dónuts.
Desde que me confirmaron soy un manojo de nervios, y el día del taller en cuestión no estoy mucho mejor. De hecho, estoy mucho peor. Mientras me ducho para conocer a Kiddy Smile, además, pienso una cosa muy loca: pienso, por primera vez en diez años, en afeitarme la barba. Después de varias noches de mucho pensar, me pregunto si esta barba negrísima no será una armadura que una vez me planté para sobrevivir en la comunidad gay -en la comunidad del mascxmasc- y me entran muchas ganas de librarme de ella. Estoy a punto de hacerlo, pero al final no me atrevo. Mi mujer interior está muy cabreada. Salgo de casa y, para invocarla y que me perdone, me pongo mi playlist más fierce de Spotify y desfilo hacia el intercambiador de Príncipe Pío como una pantera. No desfilo yo, claro, desfila ella. Con cada paso que doy hacia Móstoles estoy un paso más lejos de mi medio natural, y es ella quien más tira de las riendas.
Cuando llego al CA2M saludo a todo el mundo, como si todo el mundo me conociera. Busco a mi amigo y me lo encuentro escondido detrás de una columna. Me alegra mucho no estar solo en este torbellino de emociones. Abren la sala y todo el mundo se va sentando en el suelo. Cuando se quitan los abrigos, comparo mi nada favorecedor look chandalero con su ropa súper sexy. Vuelvo a ser Alejandro Durán en todo mi esplendor. La gente es guapísima, jovencísima y delgadísima. Hay un par de chicos que caminan con tacones mejor que yo sin ellos, por lo que descarto la idea absurda de ponerme unos que le pedí a Javi que me trajera. Una cosa más, soy el único hombre que lleva barba.
Me siento yo también en el suelo, aunque por dentro estoy saltando muy fuerte de emoción. Entra en la sala un chico precioso con gafas muy grandes. No me doy cuenta entonces, pero es Kendall Mugler. Uf. No reconocerle me permite ser yo mismo con él. Se presenta, me da dos besos, saluda al siguiente. Y yo tan pancho, qué bien. Es entonces cuando, por primera vez, me fijo en Kiddy. Desprende una luz súper potente, que sale de la sala y del término municipal de Móstoles. Cuando nos pide que nos acerquemos a él y empieza a explicar lo que vamos a hacer en la clase de hoy, yo ya estoy metido hasta las trancas en esta experiencia. Cuando veo con la emoción con la que Kiddy habla de la cultura del Ballroom y de usar la feminidad como tu arma, me siento como en una de esas miles de veces que he soñado despierto con una oportunidad así. Estoy, de verdad, en trance.
Kiddy habla de control, de canalizar a tu alter ego, y contar una historia con tus movimientos. Nos cuenta que “hay que vender la prenda, hay que desfilar conforme a lo que ella te diga”, y pienso en qué me dice la mía. Mi prenda principal es una camiseta que se ciñe obscenamente a mis carnes y que me compré por internet sin saber que me iba a quedar así. No os voy a decir lo que pienso que me dice esta prenda. Vuelvo a Kiddy, que habla de seducir a los jueces, de nunca darse por vencido, de competir con cariño; de género, de identidad, de lucha.
En esta hora y media, que me parecieron unos diez minutos, tomé conciencia de mi cuerpo y de mi alma, me expuse como no lo había hecho en muchísimos años, competí con personas de dos Houses de Ballroom de Madrid y alcancé la temperatura del núcleo del Teide cada vez que Kiddy Smile me gritaba “Work!”. Sufrí, disfruté, sudé, y sobre todo aprendí.
Aquí os dejo un decálogo de todo lo que me llevé de esta clase con Kiddy Smile:
1. En el Ballroom, ropa cómoda no tiene nada que ver con la idea esencial de confort que yo tenía. Quiere decir ropa con la que tú te sientas cómoda, pero a la vez una tigresa.
2. Si no sabes andar con tacones... ¡no te los pongas! Cuando vi lo bonitos que eran los tacones que me había traído Javi, muy chula yo –la más chula de Móstoles, de hecho– me puse a corretear por la sala. Error. Se me montaron los dos gemelos, y el dolor me duró toda la clase. Más tarde aprendí que hay categorías en las que los tacones no son necesarios. Si tú llevas y quien compite contigo no, puedes perder puntos, amiga.
3. Que seas principiante no te va a librar de ser sometido a juicio. No hay cascarón de huevo. En el momento en el que pises la pasarela, ahí estás, del todo, compitiendo. Y es matar o morir, ¿vale?, pero con cariño.
4. No importa la técnica con la que empieces, de verdad. Kiddy me dijo que, cuando empezó, lo hacía mucho peor que yo. Que realmente era lo peor. “Nada –ni siquiera una reciente operación de rodilla– ha impedido que desfile por la pasarela. Tienes que hacerlo tuyo sin excusas.”
5. No olvides que en el ballroom no importa quién seas, sino qué sientes que eres. No importa cómo te lea la sociedad, sino cómo quieras tú que te lea.
6. ¿Tienes un defecto? Úsalo a tu favor. En uno de los ejercicios conecté directamente con mi infancia, cuando le dije a mi madre que los niños del cole se habían reído de mí por tener michelines, y me dijo que yo “no tenía michelines, tenía las caderas altas”. Volví a este momento cuando en un ejercicio en el que teníamos que caminar con las manos en la cintura, yo me las puse en todo el michelín. Jarra realness. Kiddy me miró y me hizo un gesto para que las subiera. Me las subí hasta las costillas. De nuevo fui una mujer de cadera alta.
7. El runway no va de desatarse –que es lo que yo creía– sino de contener y canalizar. Kiddy nos dijo una frase que se me quedó grabada. “Todo el mundo puede tener una forma bonita de caminar, pero en runway hay que ser muy específico. Tienes que saber lo que estás haciendo”.
8. WORK. Y nunca te des por vencido. Nunca se deja de aprender. “Si de verdad te interesa esto, te aconsejo de verdad que sigas. Puedes llegar muy lejos”, me dijo con esas mismas palabras.
9. Una cosa es ser shady, otra es ser mala. Si no hacer reír, incluso a la persona contra la que compites, no está bien hecho. Sé Bianca del Rio, no seas una tarántula.
10. Nunca vas a ser la nueva Leiomy Maldonado sin haberte lanzado a competir en un ball. No se consigue nada sin esfuerzo. Tenemos que entrenar también al cuerpo, el de leñador cervecero, para alcanzar la técnica. La disciplina es necesaria.
Gracias a esta oportunidad, pude confirmar mis sospechas de de que el Ballroom es, literalmente, una religión. Me gusta pensar de manera en religiosa en algo que tiene unas reglas que, para mí, deberían ser sagradas a nivel global. Y me di cuenta también de una cosa preciosa: mis nuevos referentes son personas de una integridad y humildad tan grandes, que son capaces de mostrarse más de verdad en un selfie conmigo, que yo que sujeto la cámara.