Un día de noviembre de 2010 volvía a casa y me encontré una marabunta de personas (las noticias dirían después que eran 5.000) apostada ante unos grandes almacenes del centro de Madrid pese al frío del invierno. Justin Bieber estaba firmando discos. O los había estado firmando, más bien. Un montón de chicas jóvenes lloraban desconsoladas: su ídolo, al que llevaban horas (días en algún caso) esperando, no había tenido tiempo para ellas y se había ido ya.
Al día siguiente en televisión varios programas cubrieron el asunto, siempre con cierto desdén hacia esas chicas que narraban, casi en éxtasis, su encuentro con su ídolo. "Es guapísimo y le he tocado el abrigo". "Le he pedido un beso y me ha dicho que no". "Me ha firmado el violín". Todo con palabras entrecortadas por lágrimas incontroladas.
La escena recordaba a otra que había tenido lugar catorce años antes durante los que se diría que nada había cambiado. El vídeo de las fans de Take That en el aeropuerto esperando a sus ídolos el 13 de febrero de 1996 quedará para la historia como uno de los documentos sobre el fandom más valiosos de nuestra historia. "Cuando me enteré que se separaban le dije a mi madre que me iba a suicidar". "Un día en clase de Naturaleza, cogí la tapa del boli, me empecé a rascar hasta que me salió sangre y me hice el símbolo de ellos".
La sensación que entra al ver este vídeo y al recordar a aquellas fans de Justin Bieber que lloraban sin consuelo es la de ternura: todas estas muchachas están dando sus horas, sus ahorros, su integridad física y su corazón por alguien que ni sabe quienes son, ni van a conocer jamás y no les va a devolver jamás ese amor. Lo que subyace en el fenómeno fan no es ni más ni menos que la forma de amor más incondicional y más pura que haya conocido el mundo.
Es curioso que aunque el mundo cambie, que las redes sociales se impongan y la sensación de cercanía haya transformado levemente la forma en que fans e ídolos se relacionan, este sentimiento tan básico y primitivo se mantenga inalterable. Cuando el cantante Shawn Mendes revolucionó las redes hace unos días gracias a sus fotos en calzoncillos para la última campaña de Calvin Klein, sus fans corrieron a defenderlo con uñas y dientes al notar que había gente que estaba alabándolo por su cuerpo y no por sus canciones o por su personalidad.
De nuevo, es fácil reírse de todo esto y reducirlo a una tontería hormonal de la adolescencia. Pero en el fenómeno fan no solo vivirá una persona su primera noción de enamoramiento: también aprenderá a lidiar con el rechazo (ese ídolo nunca se va a casar contigo, o bueno, sí, pero es un caso entre diez millones) y, cuando crezca y ese fandom ciego se convierta en un agradable recuerdo, tendrá algo así parecido a un primer exnovio con el que se lleva bien.
Pero además, ser fan de algo es bueno para la cabeza. En un mundo en el que no sentirse parte de un grupo es a menudo caldo de cultivo para episodios depresivos, el joven o la joven que pasa a ser parte de un fenómeno fan se va a sentir parte de una comunidad con la que comparte intereses y a sentir el calor de otras personas (y en este caso, al contrario que el de su ídolo, un calor palpable y presencial).
A menudo se representa al fan de lo que sea (Justin Bieber, Juego de Tronos o Star Trek) como un tipo solitario y rarito. Pues bien, si algún día se sintió realmente así, esa persona ya no lo será una vez entre en un círculo de personas que adoran de forma sana y activa lo mismo que ella.
A menudo el fenómeno fan es también la primera relación que un joven establece fuera del vínculo familiar, su primera forma de pensamiento y gustos independientes y su primera búsqueda de un lugar propio en el mundo. También es el primer aviso de que la presión de un grupo de personas convencidas puede lograr cambios en el mundo: a menudo, la presión de los admiradores de un artista o un producto audiovisual pueden hacer que multinacionales gigantescas cambien de parecer.
El caso más paradigmático fue el de Star Trek, que cancelada tras su primera temporada, es hoy una saga de beneficios multimillonarios y producto de culto en todo el mundo. ¿Pues saben lo único que recibieron esos fans al principio? Burlas y risas de los aficionados a la ciencia ficción "de verdad". De alguna manera, hay un componente incluso político y activista en la acérrima defensa que un fan hace de su artista.
El fan también vive de cerca, antes de poder vivirlo en su vida, la sensación de éxito al tomar el de su ídolo como propio. También, por supuesto, el de fracaso. Y está bien que así sea para descubrir que cuando tu ídolo no gana un partido, un Grammy o un Oscar la vida continúa.
Y el fan también conoce mundo y se abre otras culturas: muy acorde con los tiempos, hoy los ídolos ya no son únicamente blancos y anglosajones. El colombiano Maluma provoca suspiros desde Chile a Singapur y el grupo surcoreano BTS tiene una auténtica legión de fans aquí mismo, en España que saben pronunciar perfectamente frases como "Nal jiwo neoui inhyeongi doeryeo hae", el estribillo de uno de sus grandes éxitos ('Fake Love').
En resumen: si eres un fan irredento de algo o de alguien, no dejes que nadie lo use como arma para burlarse de ti. Si lo es un familiar tuyo, anímalo y permítele explotar esa faceta. Los fans ven mundo, van a conciertos, a competiciones deportivas y llenan los cines. En un mundo en el que muchos han decidido sembrar las redes sociales con mensajes de odio, los fans incondicionales suelen llenarlo de amor.
Harry Styles, ex One Direction y hoy cantante de éxito en solitario e icono moral y estético de toda una generación, lo resumió mucho mejor: "¿Cómo puede nadie decir que las fans no entienden nada? Son nuestro futuro. Nuestras futuras doctoras, abogadas, madres, presidentas, ellas harán que el mundo avance. Las fans adolescentes nunca mienten. Si les gustas, están ahí. No hay impostura. Les gustas y te lo dicen. Eso es maravilloso". Lo ha dicho Harry Styles y él sí sabe sobre fans. Solo en Instagram tiene veinticinco millones de ellos.