Un viejo compañero de la universidad acude casi sin avisar a casa de Michael, que celebra junto a su grupo de amigos una fiesta de cumpleaños. Lo que sería una anécdota sin importancia convierte la noche en una herida abierta. Michael, el cumpleañero Harold y el resto de invitados son gays, y el viejo compañero de clases no lo sabe. Ese es el punto de partida de ‘The boys in the band’, cinta de Netflix que actualiza un clásico del teatro LGTBIQ+. La obra original, escrita por Mart Crowley y estrenada en off-Broadway (el circuito alternativo de las tablas neoyorquinas) en 1968, no ha perdido vigencia más de cincuenta años después de ser representada por primera vez.
La historia, que ya fue llevada al cine tan pronto como en 1970 por William Friedkin (que después firmaría ‘The French Connection’ o ‘El exorcista’) con el reparto original de la función, revive ahora de la mano de Ryan Murphy, que produce la que probablemente es la primera cinta de alto presupuesto con un cast formado al cien por cien por actores homosexuales fuera del armario: Michael es interpretado por Jim Parsons (ultraconocido por su papel de Sheldon Cooper en 'The big bang theory'), y le acompañan Zachary Quinto, Matt Bomer o Charlie Carver.
Que una película de 2020 muestre diversos tipos de hombres gays es un logro; que lo haga actualizando una obra de 1968 es ciertamente milagroso. Uno de los mayores logros de 'The boys in the band', que permaneció en su día más de dos años en cartel en Nueva York, es su retrato de las distintas formas de expresión que los personajes. Cuestiones como la pluma o la manera de vivir las relaciones de pareja son expuestas con naturalidad y con una cierta crudeza. Si algo pone de manifiesto la historia, es que algo que compartían los gays en los años sesenta (y tristemente todavía en buena medida) es el autoodio.
Vivir fuera de la norma heterosexual siempre ha sido una prueba de esfuerzo constante para los homosexuales. No solo es costoso el proceso de autoaceptación (al que en la película se hace contante referencia como la fase “qué borracho iba anoche”, que justifica la ‘experimentación’) sino que la idea de que ser homosexual te sitúa por debajo del valor del resto de personas se manifiesta de muy distintas y dolorosas maneras. Varios de los personajes están obsesionados con su aspecto (“los maricas llevan peor los años que las mujeres”, dice uno de ellos), por el éxito laboral constatado a través del poder adquisitivo, por ser los más chistosos o los que hablan de arte de una manera más inteligente.
En su ensayo ‘The velvet rage’ (que incomprensiblemente no ha sido aún traducido y editado en español), el psicólogo Alan Downs explica este comportamiento bajo el nombre de ‘compensación’: como el sistema heteropatriarcal nos inculca que ser homosexual es ‘peor’ que ser heterosexual, hay que equilibrar ese desnivel siendo ‘mejores’ en otros aspectos. Muchos hombres gays refuerzan su masculinidad para compensar su tendencia sexoafectiva. Son esos maricas a los que “no se les nota”. En la película, Michael le compra a su amante una laca llamada ‘Control’, mientras comenta con ironía que el envase lleva escrito “para hombre” docenas de veces, para despojar de su ‘feminidad’ al producto.
Este fenómeno, en los últimos tiempos llamado plumofobia (aunque no deja de ser la forma concreta que adquiere el machismo en la comunidad gay), convive en ‘The boys in the band’ con su reverso, encarnado por el personaje Emory, que representa la pluma celebrada, la expresión de género femenino sin cortapisas. Emory se refiere por defecto a todo el mundo en femenino, hace chistes constantemente y se pavonea con libertad. Se trata de un personaje disruptivo que acabará recibiendo la violencia del mundo exterior, que se cuela en el apartamento a través del viajo amigo de universidad del protagonista.
Pero Emory encarna algo más, que se va revelando con el desarrollo de la trama: es el personaje que cuida a los demás. Además de preparar una lasaña enorme o de escoger el regalo más celebrado de la noche, está constantemente en movimiento preparando las copas y preocupándose por el resto de invitados. Frente a unos personajes principales que irán revelando poco a poco su incomodidad respecto a sí mismos, Emory es el personaje de la historia más en sintonía con su propio ser.
Porque, si de algo trata ‘The boys in the band’, es de la complicada relación de los gays con su autoestima. “La vida no es como las obras de teatro. No todos los maricones se matan al final de la historia”, sentencia Michael en un momento de la cinta. Y no, en esta ocasión ningún personaje muere, pero desviarse de la norma sigue siendo un peligroso atajo hacia un destino trágico. Porque resistir ante un sistema que te considera un error (y que te ha convencido de que lo eres) es una lucha constante contra el mundo y contra uno mismo.
Pero, a pesar de su crudeza, la cinta tiene un mensaje esperanzador. Puede que el autoodio con el que crecemos los hombres homosexuales sea tan real hoy como en 1968, pero ya entonces la obra nos decía cómo enfrentarlo: con amigos. Con esa familia escogida que casi todos los homosexuales acabamos formando para contar con una red de apoyo y afectos que, por muchos disgustos que nos proporcionen (y en la película efectivamente son muchos), construyen el lugar seguro desde el que poder hacer frente a lo que venga. Desde dentro o desde fuera.