El mismo día del mismo año en que mi madre venía al mundo, nacía en San Diego, California, RuPaul. Era el 17 de noviembre de 1960. En un día cualquiera, este sería el único lazo en común que podría yo tener con este personaje. Veinticuatro horas antes de cruzar la puerta del Teatro Barceló de Madrid no sabía ni quién era. Él, promotor de espectáculos ‘drag’, icono del travestismo mundial de las últimas décadas. Yo, periodista de deportes, hincha del Atlético de Madrid. Y cuando salí del espectáculo solo podía pensar: ¡Vaya show, bitches!
Para empezar, cruzo la puerta del teatro entre pelucas de colores y purpurina. Pero a medida que se va llenando la pista me doy cuenta de que el público es de lo más hetero(géneo). Al menos en la estética. Mucha camiseta, mucha camisa de cuadros. En la pantalla no deja de dar vueltas un logo que no reconozco, blanco sobre fondo violeta, que me recuerda a una marca de cintas VHS de los 90. RuPaul, me dicen, tiene su programa disponible en Netflix. Pero yo creo que su espectáculo debería coleccionarse en cintas de ciento ochenta grabadas de madrugada, con los títulos escritos a bolígrafo sobre una pegatina blanca y con videoclips de Nirvana y de las Spice Girls mezclados sin orden alguno en los minutos finales. Es lo primero que hace conmigo el show de RuPaul. Me coge en dos mil diecisiete y me suelta en una noche de viernes cualquiera de los noventa. No hay un solo elemento decorativo en el escenario. Solo la pantalla y los focos. Azul eléctrico y rosa fucsia. Pero con eso basta para que, cuando la marca de cintas VHS desaparece de la pantalla y la masa comienza a gritar histérica yo empiece a tener la sensación de que algo va a pasar de verdad. Y lo primero que pasa tiene que ver con los prejuicios.
Incluso cuando me he repetido cien veces antes de entrar que no debo estar a la defensiva, no puedo evitarlo. Un segundo antes de que todo arranque pienso que hay dos cosas que no voy a conseguir quitarme de la cabeza. Uno: son hombres. Dos: van a estar dos horas intentando que me escandalice por la fuerza. Todo mal. Ellas se pasan mis prejuicios por el coño. Sale la presentadora y toda esa purpurina, que hasta ahora estaba reposando y a la espera, explota en el centro del teatro. Es pura estética pop llevada al extremo. Y tiene una fuerza descomunal. No se ve el artificio por ningún lado, suponiendo que lo haya. Si vas a ver a Guns and Roses sabes que son ellos. Y si vas a ver a una banda de versiones sabes que no lo son. Ellas no cantan ni componen la música. Pero no imitan a nadie. Son ellas, se creen lo que están haciendo a rabiar y lo transmiten al instante.
Me han dado un par de pistas sobre el programa de Ru Paul, del que han salido todas estas drags que estoy viendo sobre el escenario. Básicamente, es una competición a muerte por ser la reina del transformismo. Me lo imagino, a grandes rasgos, como un reality estridente de colores flúor, brillantes y plataformas. Con la estética noventera de un combate de pressing catch pero con caídas de párpados como puñetazos y sonrisas tóxicas en lugar de golpes de espalda contra la lona. No sé cómo es el programa porque no lo he visto en mi vida, pero lo que me encuentro en el show es muy diferente a esa imagen que me había hecho. ¡Ay, otra vez los prejuicios!
Lo que veo es una admiración conmovedora entre ellas. No importa lo que han hecho para llegar hasta aquí, todas y cada una de ellas ha tenido que luchar cada minuto de su vida contra un ejército de jueces. Lo saben y cuando se miran entre ellas y se cogen de las manos brota un cariño casi infantil que me produce un sentimiento de profunda ternura. Creo que, sencillamente, así vestidas es como encuentran ellas la felicidad. Y si algo tiene la felicidad es que nos gusta compartirla. Sacarla del territorio de la intimidad y lanzársela al mundo a la cara. Y cuando la respuesta del mundo es ese brutal abrazo que el público les regala desde el primer minuto la sensación debe de ser terriblemente liberadora. Incluso tienen un ritual para canalizar esa liberación. Se desparraman literalmente sobre el suelo abriéndose de piernas. Cada vez que lo hacen levantan la mirada hacia los focos, sueltan todo el aire que llevan dentro y sonríen. Es contagioso.
Cuando salgo del teatro no sé qué he visto. No puedo decir que sea un espectáculo musical, ni de baile, ni de monólogos, ni de imitaciones, ni de comedia… Mandan más las sensaciones que me deja que las ideas. Me fascina el respeto que demuestran por el concepto puro del espectáculo y me viene una amalgama caótica de referencias a la cabeza. Broadway. Freddie Mercury. Madonna. Alaska, las patadas de Mick Jagger, The Rocky Horror Picture Show, villanas de ‘culebrón’...
Me voy con ese ‘collage’ como póster de la noche. No es un espectáculo que habría ido a ver por decisión propia pero llego a casa con la sensación de haber descubierto algo real. Hasta ahora, las ‘drags’ eran para mí poco más que un estereotipo dibujado con cuatro trazos vagos. Homosexualidad. Maquillaje histriónico. Diamantes y lentejuelas. Plantarme frente a ellas y descubrirles el alma saliéndose por fuera del escote ha sido toda una experiencia.
Fotos cedidas por LOCAMENTE