Como si fuera de esas llamas de las que tuviéramos que preocuparnos, y no de las de la curiosidad, el amor y el aprendizaje.
Queman libros porque nos temen libres. Como si Harry Potter solo existiera en celulosa y celuloide. Como si en nuestra cabeza no conviviera con personajes tan reales para nosotros como Peter Pan, Alicia la del País de las Maravillas o Manolito Gafotas. Como si esa hoguera no avivara nuestras ansias por descubrir la razón de semejante sinrazón.
¡Ay, la ignorancia, qué poca vergüenza tiene!
Y yo que pensaba que las piras habían acabado con la última bruja… Ya veo que no. Que aún quedan. ¡Aún quedamos! Que no hace falta tener un gato negro, invocar a algún diablo o volar en escoba las noches de luna llena para que nos consideren un peligro. Lo mismo es que no era la última bruja. Lo mismo es que basta no querer avivar esas llamas que buscan hacer daño para que te teman. Como si nuestras palabras pudieran ahogarse en humo. Como si no hubieran echado raíces ya en otros corazones.
Somos niños díscolos, atraídos por lo prohibido. Somos curiosos por naturaleza. Sabemos que las palabras no existen solo cuando se dibujan en tinta; que podemos aprender de las de otros. Que no es cobarde el que escucha a quien piensa distinto, sino quien trata de silenciarle. Que crecemos cuestionándolo todo para construir cortafuegos contra los incendios que ellos provocan, para ser lluvia que los consuma, para ser tierra en la que crezcan nuevos brotes.
Y ya hay que ser bruto, torpe y cateto para pensar que la magia que nos enseñó el niño mago fue la que permite abrir puertas con una varita o que levite una pluma. No, la magia en la que aprendimos a creer leyendo esa saga es la de la amistad, el valor y la rebeldía contra la injusticia.
Así que, seguid, seguid intentándolo. Quemadnos las alas, que con las cenizas construiremos torres que escalarán el cielo.