Seguramente que en los últimos años te has sentido durante una temporada cansada, fracasada, con malestar, con ansiedad, con la sensación de que vives de forma precaria… Unos sentimientos que cada vez son más comunes entre los millenials y que están abarcando a más generaciones. Quizá incluso te hayas echado la culpa por haberte sentido así. Pero no deberías. Esto es lo que defiende el filósofo Eudald Espluga (1990, Girona), en su nuevo ensayo: ‘No seas tú mismo. Apuntes sobre una generación fatigada’.
Así describe el autor su libro: “Es una provocación contra algunas narrativas que tenemos muy interiorizadas y mediante las que nos percibimos a nosotros mismos. Como, por ejemplo, la idea de autorrealización en el contexto del trabajo”. O, dicho de otra forma, contra el amor por lo que hacemos. Hablamos con él con el fin de entendernos mejor.
Pregunta: ¿Por qué animas a los lectores a dejar de ser ellos mismos?
Respuesta: Porque cuestionar la retórica terapéutica de la autenticidad, el “sé tú mismo”, me permite ilustrar que en el contexto actual el lugar paradigmático de la explotación capitalista no es la fábrica ni la oficina, sino la propia subjetividad. Basta pensar cómo hablamos de “gestionar las emociones”, de “aumentar” o “invertir” nuestro “capital cultural” o de trabajar en nuestra “marca personal”. Ahora que cualquier aspecto de nuestra vida ha pasado a ser calculable en términos de empleabilidad (comer sano, ir al gimnasio, dormir bien, hacer ‘networking’, transmitir una imagen positiva en redes sociales, etc.) y que incluso nuestra salud mental es una prioridad para los departamentos de recursos humanos (el trabajador feliz es un trabajador más productivo), la invitación a no ser uno mismo quiere ser una invitación a rechazar ese marco individualista, centrado en la identidad y la autorrealización.
También rompes con la idea que se tiene del millennial. ¿Cuáles son las características de esta generación más allá de la tecnodependencia, el egoísmo, y el narcisismo?
Justamente lo que quería era romper con todos estos tópicos asociados a la palabra millennial, que muchas veces se usa de forma un tanto aleatoria como sinónimo de ‘generación smartphone’ o de nativos digitales. Rechazo la lectura generacional porque no creo que sea especialmente relevante para entender la situación de malestar y fatiga que atraviesa a tantísimas personas: la clase, el género o la discriminación hacia las personas racializadas son factores mucho más relevantes para entender y explicar estos malestares que el hecho de haber nacido entre unas fechas determinadas.
Por lo tanto, no creo que los millennials compartan una serie de características sino un mismo contexto de precariedad, inseguridad y ansiedad. Pero si algo los distingue de otras generaciones es, en primer lugar, que desde que llegaron a la mayoría de edad han vivido en un contexto de crisis permanente bajo un sistema neoliberal que los culpaba de sus propios fracasos. Y en segundo lugar, que ahora esta presión por ser productivos y mejorar constantemente puede ser medida y monitorizada hasta extremos inimaginables debido al capitalismo de plataformas: ya no es posible desconectar.
Algo que se conecta directamente con del yo online y offline. Explicas que esa separación no existe.
Claro, esta dicotomía ha dejado de tener sentido, especialmente si entendemos que el capitalismo de plataformas es mucho más que las redes sociales. Un reloj que va midiendo mis pasos y mi ritmo cardiaco para elaborar informes semanales sobre mi desempeño físico no puede analizarse desde la óptica online - offline. Igual que el hecho de que Airbnb tenga un impacto urbanístico brutal y haga subir el precio de los alquileres en las ciudades. O que aparezcan nuevos modelos de negocio y nuevas formas de explotación como son las empresas de ‘delivery’ o los supermercados fantasma.
E incluso si pensamos en las redes sociales, parece evidente que no podemos seguir viéndolas como un factor de evasión al que algunos son “adictos”: cuando nos vemos como empresarios de nosotros mismos, Instagram o TikTok son herramientas de trabajo, igual que lo es WhatsApp o Telegram para la gran mayoría de personas. O incluso el correo electrónico: pensar que un mail de trabajo entrando a las diez de la noche forma parte del mundo online entendido como puramente digital e “inmaterial”, y que para acabar con la fatiga basta con “desconectar”, significa no entender cómo funciona el capitalismo de plataformas.
Todo esto ha hecho que la explotación ya no venga de los superiores, sino de nosotros mismos. Que seamos 24/7 empresarios.
Exactamente. Quizá quien mejor ha recogido esta idea del trabajador 24/7 es el ensayista Jonathan Crary, quien defiende que el capital funciona como si ya se hubiese conquistado la distópica idea del trabajador insomne, un soldado incansable al servicio de su función. Para comprobar que tiene razón basta con ver cómo la cuestión del descanso se ha convertido en un tema clave: desde los programas de biohacking que pusieron de moda los gurús de Silicon Valley hasta la normalización de la ingesta de somníferos entre la población, pasando por las apps que miden los ciclos del sueño para optimizar el descanso, parece evidente que la preocupación por aumentar la resistencia de los trabajadores está intrínsecamente ligada a la epidemia de fatiga que vivimos hoy.
¿Cómo hemos podido caer todos en esta trampa del neoliberalismo?
No creo que sea solo una trampa. Se trata de un proceso político que explota en los años 80 y que ha arrasado con casi todos los contrapoderes populares e institucionales que permitían encontrar espacios seguros al margen de esta ideología. Sin embargo, creo que vale la pena mencionar que el triunfo del neoliberalismo tiene tanto que ver con la privatización de bienes comunes, deslocalización industrial a escala global y el auge del capital financiero, como con la promoción de una narrativa del yo en la que el individuo era tratado como una empresa: la transformación ideológica que nos impide imaginar una alternativa es tan relevante como la desigualdad rampante que nos sumerge en la miseria.
Apuntas también que una serie, un libro o una canción, ya no pertenecen al disfrute.
No creo que ya no te hagan disfrutar, porque por supuesto que seguimos disfrutando de ‘Succession’ o de las novelas de Ottessa Moshfegh. Pero sí creo que esta presión por rentabilizar y optimizar los visionados y las lecturas provoca que se pierda el elemento lúdico e improductivo de este tipo de acciones.
O incluso nuestras relaciones personales...
Es precisamente a lo que me refería cuando hablaba de esta imposición ideológica del neoliberalismo: en vez de adoptar una mirada relacional, y comprender que sin relaciones de cuidado y apoyo mutuo ni tan solo existirían los sujetos, porque no podríamos sobrevivir, nos encontramos en un momento en el que vemos las relaciones sociales como una forma de capital que puede ser incrementado, invertido, optimizado. O, bajo una mirada terapéutica, pensamos en los lazos desde lo que nos aportan: es decir, si nos mejoran como individuos o si son tóxicos. La demonización del concepto de “dependencia” es ilustrativo a este respecto: ¿Por qué vemos la dependencia como un problema y no como la base de nuestras relaciones?
Todo esto que dices, ¿no sucedía también en el pasado, pero sin las redes sociales de por medio?
Evidentemente, desde los años 80 estos síntomas no han hecho sino agravarse, pero por supuesto que ya existían. Quizá lo que aporta de diferencial el capitalismo de plataformas (que, como digo, es mucho más que las redes sociales) es, por un lado, la capacidad para medirlo todo y transformarlo en una cifra económica (incluso mi tristeza es monetizable) y, por el otro lado, conseguir llevar unas dinámicas de explotación y autoexplotación que antes se ceñían a unos ámbitos y espacios muy concretos mucho más lejos: no hace falta que imaginemos distopías a lo ‘Black Mirror’, ya llevamos la lógica productivista bajo la piel.
Ante esta situación, de la que siendo realistas no nos podemos escapar (me refiero a desaparecer de las redes, eliminar el correo y el WhatApp), ¿qué soluciones tenemos?
No creo que haya una solución simple, y mi propuesta es más fácil de decir que de hacer: politizar el malestar. ¿Qué significa esto? Básicamente, no responsabilizarnos a título individual de una fatiga, una inseguridad y una tristeza que tienen causas sociales, políticas y económicas. El primer paso para hacerlo es verbalizarlo y cambiar los marcos mentales y mediáticos mediante los que nos percibimos y nos interpretamos: de ahí mi insistencia en romper con los tópicos sobre los millennials o sobre la adicción a las redes sociales.
Pero lo que importa es ir más allá y buscar formas de organización colectiva que permitan dar respuesta a tales problemas: por ejemplo, la existencia de un Sindicat de Llogaters como el que hay en Barcelona, que rompe con la idea que el problema es de los inquilinos a quienes no les llega el dinero para el alquiler y que cuestionan y luchan contra las dinámicas especulativas que se hacen con un derecho básico como es la vivienda.