Billie Eilish consiguió en Madrid (y supongo que en Barcelona, lo que pasa es que yo en ese concierto no estuve) lo que ningún artista que yo haya visto nunca ha conseguido en un concierto: empezar puntual. Se han dicho muchas cosas de la joven cantante estadounidense que todavía no tiene 18 años pero ya tiene un álbum número 1 en la lista Billboard 200, pero quizás nadie haya hecho hincapié en que es una tía superpuntual, una cualidad que yo valoro muchísimo.
Las grandes estrellas de rock se hacen de rogar. Tienen que drogarse, rezar, concentrarse a solas o sacrificar animales antes de salir al escenario. Pero Billie Eilish es otro rollo. Nada de lo que hace es lo que te esperas que haga. Al menos si tienes más de 30 años y este no es el primer concierto al que vas. Los elder millennials ya tenemos mucho festival y mucho lío a las espaldas. Queremos tener una mirada virgen sobre los nuevos artistas que descubrimos, pero chica, los años pesan y la experiencia es un grado. No es tan fácil sorprendernos, pero no en plan guay, sino en plan qué rollo, ya nos sabemos de memoria lo que pasa en un concierto.
"Oye, qué gozada de concierto, todas las canciones una detrás de la otra, sin parones ni polladas, sin adornos ni barroquismos, una detrás de la otra. Tengo un álbum, te lo voy a cantar entero, de la canción uno a la canción diez y pa' casa. A las diez y media todos pa' casa. Me parece perfecto. Ojalá todos los conciertos así, tía, una maravilla".
Este es el audio que me envió mi amiga Nus nada más terminar el concierto. A mi amiga Marta también le había flipado, y mi amigo Luis sabía que iba a llorar durante 'When the party's over', y así fue. Nos lo contamos por WhatsApp y a través de las redes sociales, porque cada uno estábamos en una punta del Wizink Center. Yo estuve sola, en pista. Algo que no me apetecía nada pero que me permitió ver más de cerca el poder que ejerce Billie Eilish sobre todos nosotros.
Cuando se encendieron las pantallas y la música comenzó a sonar (puntual, justo a tiempo) varios padres hicieron el mismo movimiento: cogieron a sus hijos, de unos diez o doce años, y los alzaron para que pudieran ver a Billie Eilish aparecer en el escenario. Mis pensamientos son rápidos, y lo primero que se me pasó por la cabeza fue la salida de la Virgen del Rocío, que cada año la ponen por televisión y siempre hay algún padre que lanza a su hijo para que esté lo más cerca posible de la virgen.
Pero Billie Eilish no pertenece al paraíso (al menos no por ahora). Ella no sube al cielo, ella baja al infierno. Al infierno de la depresión, de la ansiedad, de la angustia y del síndrome de Tourette, que hace poco confesó que padece.
Billie tiene el don de conectar con su música con la parte más oscura de nosotros mismos. Y después de tocarnos cantarnos donde nos duele, nos dice que nos quiere. Un poco como Lady Gaga cuando era rara y quería ser la madre de todos los "monstruos", un poco también como aquel joven Tim Burton que me volvía loca cuando yo tenía diez o doce años, y que si mi padre hubiera tenido la oportunidad de llevarme a conocer también me habría alzado para que pudiera ver a mi ídolo, a esa persona que me hacía sentir comprendida, con mis propios ojos.
Fue un concierto genial. Con la gente de pie, saltando y gritando. Con un temazo tras otro. Con dos esguines, uno en cada tobillo de Billie Eilish. Con baladas gigantes para una chica tan joven. Con un eructo furtivo y aplaudido. Con una verdadera estrella sobre el escenario. Interesante, sensual, divertida y adolescente. Vamos, otro rollo.